Capitulo Único

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—¡Magdalena, bájale el volumen a esa música ahora!— mi papá le gritó a mi hermana desde el living. La casa era tan chica que iba a escuchar desde cualquier parte, incluso aunque la Magda tuviese la puerta cerrada. Yo me estaba comiendo el Colacao con leche, sentado a lo indio al lado de mi papá, viendo las noticias de la mañana del Canal 13. Mi mamá estaba en la ducha, y mi hermano chico dormía en la cuna. O eso esperaba, porque con la música que la Magdalena tenía a todo chancho era un poco imposible.

Mi papá suspiró, frustrándose un poco más con mi hermana. Se rascó su cabeza casi calva, al mismo tiempo que su abundante guata, y sacudió la cabeza.

—Esta cabra 'e porquería.— murmuró más para si mismo que para mi. Se levantó del sillón, y subió las escaleras para ir a retar a la Magdalena. Rodé los ojos mientras me comía el resto del desayuno. Mi mamá salió del baño con una toalla de Piolín hecha turbante en la cabeza, preguntando por el Rodrigo, justo antes de quejarse por el ruido de la pieza de mi hermana.

—El Rodri está zeta en tu pieza. Y el papá está-— el propio aludido interrumpió mi explicación con sus gritos desde el segundo piso. Mi mamá y yo miramos el techo, y me sonrió levemente, negando con la cabeza.

—¡Papá! ¡¿Qué onda?! ¡Me estoy vistiendo!—— mi hermana chilló tan fuerte que se escuchó sobre su música. Los pasos pesados de mi papá se oyeron junto con la voz del cantante desapareciendo súbitamente. —¡¿Pero qué te pasa?! ¡Eran Los Prisioneros!— mi mamá se rió ante los reclamos de mi hermana.

No me importan tus apresados, ¡quiero ver la tele tranquilo sin tanto bullerío!— podía ver a mi hermana rodar los ojos ante la respuesta del papá.

Ugh, ya filo. Total el mono y yo ya nos tenemos que ir.— me tragué lo último de la leche al mismo tiempo que mi mamá entraba a la pieza a revisar a mi hermano chico.

La Magda iba bajando la escalera con pasitos saltarines, con sus Topper negras de siempre, una mini negra (que mi papá odiaba porque "¡cómo se te ocurre andar mostrando tanta pierna, hija!"), y una chaqueta de jean que le regalé para sus dieciocho. Traía su mochila puesta y el pelo negro amarrado en una cola.

—Está grossa la chaqueta, Manu, te pasaste. El próximo año te regalo algo igual de bonito.— le sonreí. —Ya, ¿estai' listo? Que hoy va a ir harta gente, y las chapitas se venden como pan caliente.— levantó las cejas para enfatizar. Le asentí con la cabeza, mientras agarraba mis cosas del sillón.

Mi papá se despidió de nosotros con un pan con mantequilla en las manos, y nos fuimos a sacar las bicis.

Vivíamos a unas cuadras del centro, donde la marcha se iba a hacer. El día estaba rico, dejando atrás los fríos de Julio y Agosto, dándole paso al calor de Septiembre.

La Magda me dijo que no se le fuera a perder de vista cuando entramos a la calle en donde se empezaría. Había mucha gente, tal como mi hermana lo predijo; todos sacando sus banderas y carteles y fotos de seres queridos que estaban presos, desaparecidos o muertos. Con mi hermana vendíamos chapitas con distintas frases en contra del Pinocho y apoyando el No, así nos ganábamos plata para nosotros y para ayudar en la casa. Los Soto-Vásquez vivíamos decente. Éramos cinco; mi mamá no trabajaba, mi papá hacía muebles, mi hermana se iba a graduar de cuarto medio (o se suponía que lo haría, ya que estaba en paro. "El Uno no se vende, Manuel", siempre me decía), mi hermano Rodrigo tenía siete meses y medio, y yo era un pendejo escuálido de diecisiete que intentaba no meterse en drama. Hasta ese día.

Entre los "¡chapiiiiiitas a veinte pesos!" de la Magdalena y los "Chile, ¡la alegría ya viene!" de todas las personas a mi alrededor, caché que por la calle del frente venían otras personas, en otra marcha, que no tenía nada que ver con la nuestra.

1988Donde viven las historias. Descúbrelo ahora