Eran las doce de la noche. Cuando estaba a punto de terminar el último bocado, sentí un ruido que venía del pantry, cerca de donde estaban las pachas mosqueadas. Me levanté de la mesa para ver si algún ratón andaba haciendo desastres, pero no vi nada. «Esta casa está tan vieja que le suena todo», pensé. Me di vuelta para regresar a la mesa y terminar mi comida cuando, entonces, pasó. «¡Hombre grande! Ya vine, ¡hombre grande!», dijo alguien detrás de mí. Me quedé parado, como estatua, dando un paso que nunca terminé. Con un miedo terrible me atreví a voltear. Y entonces lo vi por primera vez. Estaba ahí, agazapado en el rincón, su estatura la de un niño, su piel llena de pelos y verrugas, su larga barbilla entre sus rodillas, su sonrisa de oreja a oreja, su pelo canoso cubriéndole la barba y cayéndole sobre los hombros, su nariz puntiaguda como un cuchillo. Y sus ojos, ¡Dios!, ¡qué ojos más horribles! Su presencia era aterradora. Parecía que no estaba ahí y, sin embargo, era visible, como si se desvaneciera y volviera a aparecer inmediatamente. Me froté los ojos y sentí un cosquilleo en todo el cuerpo. «Ya vine, ¡hombre grande!», me volvió a decir con una voz chillona. Y mientras lo hacía, sentí un escalofrío espantoso en mi espalda, como si me estuvieran arrancando cada nervio de la columna. Quise gritar, pedir ayuda, decir «¡Dios mío!», pero no me salió la voz. Mi boca se movía como la de un pez fuera del agua. Él sonrió mientras sus ojos brillaban. Luego adoptó nuevamente un semblante serio y se llevó lentamente el dedo índice a sus labios carnosos. «Shhhh. No grite. Ya vine y no me voy más, ¡hombre grande! Voy a estar con su merced para siempre. Recíbame ahora, ¡hombre grande!», me dijo el duende con la fuerza del que pretende cumplir lo que promete.
Cerré los ojos para no verlo más, pues su imagen era insoportable para mí. «¿No me quiere ver,
«¿No me quiere ver, hombre grande? Ahora no me voy más, su merced», continuó mientras yo temblaba. Sentí un chorro caliente en mi pantalón y un charco empapó mis pies rápidamente. Aun así, tardé unos segundos en abrir los ojos. Cuando lo hice ya no estaba ahí, pero su figura estaba grabada en mi mente como el recuerdo más terrible que jamás tendría. Corrí a mi cuarto, prendí la luz y ajusté el crucifijo que tenía frente a mi cama. Cerré la puerta y la ventana que daba al patio y me metí entre las cobijas. Subí los pies para que la cobija me los envolviera y empecé a sudar como chancho. No podía mover ni un dedo, pues pensaba que el duende me descubriría. Entonces recordé algo que había olvidado. ¡Robertito estaba solo en el cuarto de mi mama! Es cierto, quizás no le daba de comer y no soportaba sus chillidos, pero esa noche algo se despertó en mí, algo que antes estaba dormido y consumido por la oscuridad: el amor por mi hermanito.
Me levanté como un rayo y tomé el crucifijo, pues fue lo único que se me ocurrió como defensa. Corrí hacia el cuarto. La puerta estaba abierta de par en par. Entré rápidamente y miré hacia la cuna. Me apresuré a asomarme y todos mis miedos se confirmaron. Robertito no estaba. Me arrodillé frente a la cuna y llorando le pedí a Dios que perdonara mis pecados, empuñando con fuerza el gran crucifijo desde el que Jesús parecía mirarme con lástima; la sangre de la corona de espinas resaltando sus facciones. Un sonido familiar interrumpió mi sufrimiento. Era Robertito. Volteé y lo vi detrás de mí, acostadito en la cama de mi mama, rodeado de las rosas de nuestro patio, pero también de una multitud de sapos, arañas y ciempiés. A pesar de las flores, sentí un olor intenso y desagradable. Aunque entonces no lo sabía, ahora sé que era el olor de la mierda de venado. Me aterraban todos los animales que lo rodeaban, por lo que tardé bastante tiempo en reaccionar. Agarré a Robertito rápidamente y justo a tiempo, pues un sapo empezaba metérsele por la boca. Cuando lo tuve seguro en mis brazos, vi que los animales y las flores habían desaparecido de la cama, pero el olor a mierda de venado persistía, como un eficaz y macabro recordatorio del que nos había visitado.
Esa noche me llevé a Robertito a mi cuarto, para cuidarlo. Mi mama llegó en la madrugada y nos encontró a los dos debajo de las cobijas enrollados en un abrazo fraternal, el crucifijo preso entre mis manos. Ella debe haber sonreído esa noche al vernos tan cerca como nunca. A pesar de que no volví a ver al duende en los diez días que siguieron, no podía contener los orines y la tembladera cuando pasaba frente al pantry, donde lo vi agazapado por primera vez. Suspendí mis segundas cenas y empecé a leer algunas secciones de la Biblia que mi mama guardaba debajo de su colchón. Tenía que protegerme de alguna manera, pero no sabía cómo. ¡Si existe Dios, creo que debió haberse reído de mí, pues quien lo había olvidado lo buscaba en momentos de necesidad!
Las vacaciones se acababan y mi mama matriculó a Robertito en el Centro de Desarrollo Infantil «Los Chavalitos». A mí me tocaba irlo a dejar de camino a la escuela y a traerlo al regreso de esta. Nunca le conté a nadie del suceso, pues pensé que nadie me iba a creer. Generalmente, esperaba la hora de ir a traer a Robertito en las sillas de la barbería Hulk, donde conversaba con mis amigos barberos. Un día, mientras esperaba, vi que la profesora Carmen me llamaba desde el portón, indicándome que ya era hora. Fui al salón de infantes y la profesora me pidió que le cuidara a los niños un momento mientras ella iba a cambiar a Robertito en el baño adjunto para entregármelo. Le dije que sí y me senté en su mecedora a esperar.
La zona de gateo parecía una isla en un mar de cunas donde estaban acostados nueve bebés, unos vestidos con Pampers y camisitas y otros con mamelucos y gorritos de animales. Estaban tranquilos, pero repentinamente empezaron a llorar. Me levanté de la silla e intenté calmarlos inútilmente, como un árbol tratando de calmar al huracán. «Ya, ya, chavalos», les dije pausadamente. Los chavalos no hicieron caso y siguieron berreando como terneros. «Shhhhhhhhhh, pequeños. Por el brillo de la estrella y la luna. Ya vine y estoy aquí. Silencio», dijo él desde un rincón mientras yo palmeaba a unos de los niños. Los bebés detuvieron su llanto con una sincronización espeluznante. Miré rápidamente y no pude ver nada, solo la mancha de orines en mi pantalón kaki. Me di la vuelta y casi choco con la profesora Carmen, quien ya regresaba con Robertito, listo y vestido para volver a la casa.