Cuando Robertito me sonrió, ahí flotando sobre el pozo, el duende lo soltó y lo dejó caer en el agujero. Su caída fue rápida y estruendosa y el sonido del agua en el fondo me indicó el horrible fin de mi hermanito. Así, el duende me arrancó la vida que más me importaba. Marquen mis palabras: el tormento de la permanencia oscura es más horrible que la muerte. No pude ni gritar cuando soltó a Robertito. No pude hacer nada. Y la impotencia es uno de los sentimientos más horribles, más aún cuando el que nos mata, el que nos asesina, puede hacerlo a su gusto y antojo. ¡Qué rabia sentí! ¡Cómo deseé su muerte y la mía! «Me lo llevé, su merced, me lo llevé a mi lugar. Vio que Dios no está aquí. Ahora me llevo lo que es mío, quédese ahí, ¡hombre grande!», me ordenó con violencia. «¿Lo que es tuyo?», le pregunté. «Si, su merced, ¡hombre grande! Voy a llevarme a mi reina, que es mía», chilló. Entonces comprendí que el duende no me quería a mí ni a Robertito. ¡Quería a mi mama! «Pronto volverá, su merced, ¡hombre grande!, ¡pronto volverá!», dijo con gozo tocándose su entrepierna
Seguro de lo que tenía que hacer, tragué saliva para tener voz, y le dije: «Llevame a mí. A ella no la toqués». «No, me llevo a mi reina, su merced», me respondió. Impulsado por una fuerza invisible, supe lo que tenía que ofrecerle a cambio de mi madre. «Lléveme a mí. Yo quiero ser como su merced». Sus ojos brillaron. «¿En serio, hombre grande?», me preguntó. «Sí, es lo que más deseo. En esta tierra quiero sentir por siempre el brillo de la estrella y de la luna, como su merced. Quiero seguir su camino, viviendo cerca del hombre grande», le dije con pavor, reconociendo la profundidad y el compromiso de mis palabras. «Recíbame, entonces», me indicó. Con la mayor pesadumbre posible, pronuncié las dos palabras fatales, esas que esperan los duendes cuando han encontrado un sucesor. «Lo recibo», le dije, y mi respuesta lo inundó como el agua que se mete al agujero de un barco. El olor a mierda de venado nos rodeó y el duende desapareció lentamente, caminando hacia atrás hasta que se agazapó en un rincón tras el rosal y se perdió de vista. Amaneció y el alba fue para mí como una plaga. El sabor de la noche se adormeció en mis labios y mi nariz dejó de sentir el aroma del rosal. Estaba solo y mi mama, ignorante de todo, llegaría en poco tiempo.
Le dejé una nota sobre su cama y me fui de la casa. Y así empecé mi transitar errante por esta tierra, tratando de alejarme de ella, tratando de no volverlo a ver a él. Pero no hacía falta. Un día me salió una verruga en el brazo. Me picaba mucho y aunque me rascaba no podía hacer que la picazón desapareciera. Probé mil pomadas y ungüentos, pero la verruga crecía en lugar de ceder. Con mi brazo vendado y un bordón de Guayacán, por caminos rurales, llenos de árboles y el olor de la tierra, caminé tratando de olvidar. Me dediqué a seguir hileras de flores y a posar cerca de las haciendas en las que había niños. Era como si algo me enlazara con los pequeños desnutridos que encontraba en las lugares que visitaba; era como un deseo de estar con ellos y llevármelos para que no sufrieran. Y así siguió mi camino solitario, lleno de pensamientos tristes, de anhelos y arrepentimientos.
Al fin llegué a León y conseguí trabajo como ayudante en un taller de carpintería. Eso me ayudó a pagar un cuarto cerca de la Recolección. Siempre que pasaba por la puerta de la iglesia, por alguna razón, la verruga del brazo empezaba a picarme. Pasó el tiempo y un día, un mal día, mi mama me encontró, guiado su instinto por la brújula del amor y el mensaje que le dejé involuntariamente en la nota: «¡Búsqueme!, ¡sálveme!». Ese día es hoy y su visita interrumpió la tranquilidad que creí haber encontrado. Tocó la puerta y al abrir la vi parada con su vestido verde y la nota en su mano. Los sentimientos se mezclaron en mi corazón y aire se extravió de mi cuerpo. «¿Por qué te fuiste, mi amor?», me preguntó. «¡Por usted!», le respondí, diciéndole una verdad a medias. «Quiero que volvás conmigo a la casa, amorcito. Yo no te culpo por nada y te voy a recibir», me dijo, pronunciando unas palabras parecidas a las que yo pronuncié aquella noche.
Pensando en la última opción que me quedaba para que se fuera, a pesar de que la amaba y que lo que más quería era irme con ella, recurrí a insultarla, para protegerla, para alejarla de él. «¡Váyase de aquí, vieja hijueputa! ¡Déjeme tranquilo ya! ¡No se meta conmigo!», le dije a mi mama. Me miró como solo miran las madres cuando creen que es la última vez que nos verán. Le cerré la puerta en la cara y la escuché llorar y derramar esas lágrimas que pesan como yunques cuando caen al suelo. La miré por el agujero de la puerta mientras se alejaba, sola, bajo la lluvia, como queriendo lavar sus penas y, de paso, las mías.
Ahora debo lidiar con mi situación, pues no me siento bien. Me siento pesado, como una lata que tiene encima un tractor. Pero antes de irse, se dio la vuelta y llegó nuevamente a la puerta. Tocó otra vez. «¡Váyase, vieja!», le dije fuertemente, arrepintiéndome del insulto, pero regocijándome porque era la única manera de protegerla. «No me voy hasta que me abrás y me mirés, amorcito. Yo no te culpo, en serio», me dijo. No pude evitarlo, tuve que abrir de nuevo, la verruga de mi mano causando una picazón terrible. «Gracias, amorcito», me dijo mientras empezaba a reírse. Su cara se partió en dos y su cuerpo cayó al suelo como el viejo cascarón de una cigarra que muda su piel. En el lugar en el que estaba mi madre, quedó solo él, riéndose de mí, riéndose de la víctima de su engaño. «Gracias, su merced. Ya me llevé a mi reina. Muchas gracias. La encontré en el cementerio, visitando la tumba de su hermanito, su merced. Me escondí en un árbol y le puse un alacrán negro en el vestido. La picó rápido, su merced, muchas veces y parece que el veneno le cerró la garganta. Se murió a mis pies, su merced, pidiendo aire, como una reina; mi reina. Cuando cayó al suelo, su cara quedó sobre el pasto, cerca de la tumba. ¡Viera qué bonita se miraba! Sus ojos estaban llorosos y yo, su merced, recogí una lágrima en este frasquito. Me despido, su merced, yo me voy, pero usted se queda y no se va más», me dijo el duende mientras se volteaba y se alejaba dando saltitos de alegría, disfrutando su nueva libertad, al tiempo que se transformaba en un niño chiquito, vestido de overol. Tomó la mano de una señora que lo llamó cariñosamente y se lo llevó caminando por la acera. Antes de perderse de vista, volteó y vi en su cara la faz de mi hermanito, el rostro que él hubiera tenido. Se me está haciendo un hueco en el estómago y esta verruga ya no la aguanto, ¡hombre grande! La vida me está aplastando el cuerpo y el alma. Creo que ya no tengo alma, creo que ya no tengo nada. La soledad me está consumiendo en este hogar sombrío. Me siento más viejo, más bajo y más ligero, ¡hombre grande! Me pica la barba y la nariz y veo el suelo más cerca ahora. Estoy cansado y no puedo más. Ahora tengo que esperar la eternidad en este cuarto, perdido y olvidado. Ahora tengo que esperar la eternidad, agazapado en el rincón...