Cómo Catalina Claus robó la Navidad

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20 de noviembre de 2013

Ser la menor de una familia es un asco. Tienes juguetes usados, ropa usada y amor usado. En serio, quién dijo que con cada nacimiento el corazón se hace más grande obviamente no ha visto a mi padre. Tiene algo que mi madre y yo llamamos no tan cariñosamente "síndrome de la vaca". Tiene un miedo irracional a que le pongan los cuernos. Lo cual no tiene demasiada relación con las vacas, pero nunca dije que mi madre y yo fuéramos originales.

Todos los que conocen a mis padres por primera vez se preguntan cómo acabaron juntos esos dos. Mi padre tiene lo que los especialistas llaman obesidad mórbida. Muy, pero que muy mórbida. Le hemos tenido que hacer puertas especiales para que pudiera entrar en la cocina a zampar entre horas y no me hiciera ir a mí a buscarle comida.

Mi madre, al contrario, podría perfectamente ser una modelo. Es alta, de largo pelo rubio y ojos azules. Y tiene una delantera considerable. Tenemos más o menos el mismo problema de puertas por sus pechos que mi padre por su tripa.

Aunque tampoco es que se pueda culpar a mi padre por estar tan gordo. Solo trabaja un día al año. Todo el follón de las listas y los niños buenos o malos ahora lo hacen unos ordenadores conectados a las cámaras de la NSA. Os sorprendería saber todo lo que sabe Estados Unidos sobre nosotros.

Yo me parezco más a mi madre, y que conste que no lo digo porque sea la guapa. Mi padre, con su síndrome de la vaca, me lleva a un test de paternidad bi-anual para asegurarse de que soy su hija. Yo le intento explicar que porque no sea una niña obesa como mi hermano no significa que sea una niña bastarda, pero nada. Y todos los tests de paternidad que demuestran que somos familia no le convencen.

Mi madre será una cazafortunas, pero es fiel. Al dinero, sobre todo. Porque hay que reconocer que mi padre está forrado. Solo hay que ver nuestra casa. Una parcela enorme. Prácticamente todo el Polo Norte. La temperatura es algo impráctica, pero una se acostumbra.

Ni os hablo de su empresa. Más de doscientos mil empleados. Aunque me estoy planteando si llamar a la ONU para denunciar la explotación infantil. Porque vale que sean elfos, pero es que salen de sus mamás elfas y los ponen a fabricar juguetes. Es casi peor que en China.

Lo que más odio de mi casa, sin duda, son los villancicos. A la mayoría de la gente le ponen nerviosos al escucharlos en las tiendas. Pues bien: imagínate escucharlos a todas horas, todos los días del año. En mi casa siempre es Navidad. Y eso es lo peor del mundo.

Y el frío. He dicho antes que una se acostumbra, pero lo de acostumbrarse es una ligera exageración. Mi padre, que en el fondo es un tacaño, se niega a poner calefacción. Su excusa es algo así como "se funden los polos y el calentamiento global". Tonterías. Lo que es es un tacaño. Claro, como él y mi hermano tienen su grasa corporal para protegerse del frío. No, si total las que nos morimos congeladas somos mi madre y yo. Como siempre.

Ya estoy un poco hasta los huevos de los empleados de mi padre. Tienen la idea metida en la cabeza de que si ligan con la hija del jefe ascienden en la dura jerarquía laboral de Claus Inc. Y no entienden que a mí no me van los viejos de doscientos ochenta años, orejas puntiagudas y metro veinte. Se lo repito y se lo repito pero no lo entienden: a mí no me gustan los pedófilos. He intentado hablarlo con mi padre pero nada. Si es que en esta casa me ignoran.

24 de noviembre de 2013

Llevo un mes intentando explicarle a mi padre que la Navidad es en un mes, no mañana, y no me escucha. Tiene los villancicos a todo volumen. Estoy que no puedo más de las campanas sobre otras campanas. Bueno, y si os contara lo que pasa con los de Rudolf.

Rudolf se murió el año pasado de indigestión porque algún elfo irresponsable (que ahora se dedica a hacer caricaturas en la Plaza Mayor) le dio un tarrón de azúcar. No se le ocurrió pensar que el cartel de tres metros de "RUDOLF ES ALÉRGICO AL AZÚCAR" era para algo.

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