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—¿Isla?— pregunté. Creía que estaba en una jungla en el medio de Ghandi, o quizá al sur de Sydney.

—Si, desperté hace dos días en la playa. Al principio creía que era un sueño, pero sigo aquí —dijo señalándose a si mismo, claramente triste.

¿Qué playa?

—Yo desperté ayer, en un claro a algunos kilómetros de distancia—. No tenía dudas: las mismas personas nos habían mandado aquí —¿Sabes por qué estamos aquí?

—No lo se, lo último que recuerdo fue haber estado en el hospital con mi padre, estaba en sus últimos días.

—Lo siento. La Peste me quitó también a mi padre.

La Peste era el nombre de una enfermedad que había acabado con la mitad de la raza humana en menos de cinco años. Un virus mortal, ideado pro el mismísimo ser humano, había sido la consecuencia de una bomba que había estallado hacía veinte años, durante la Guerra de los Tres Continentes. Largó una sustancia tóxica, que había acabado con la posibilidad de vida en Amazonia, uno de los tres continentes. Ahora solamente quedaban Ghandi, una gran porción de tierras que en algún momento habían sido áridas y habitadas por animales. El otro era Sydney, era considerablemente más chico y tenía ese nombre debido a una de las ciudades más importantes que habían existido. Luego de algunos años, la sustancia tóxica comenzó a dispersarse y llegar a los otros dos continentes, enfermando a las personas hasta causarles la muerte.

—¿Sabes dónde conseguir agua? —pregunté al no recibir respuesta de su parte y él asintió con la cabeza.

—¿Crees que estemos en un programa de televisión o algo por el estilo?— sonaba algo emocionado con la idea. ¿Se ponía a pensar eso en la situación en la que estábamos?

—No, tendríamos que haber firmado algún contrato. Además solamente dos de cada quince personas tienen televisor, no lo veo muy probable.

—¿Y qué crees que sea todo esto? —mi respuesta pareció desanimarlo.

—La verdad es que no lo se, pero viene siendo una total mierda.

—Estoy de acuerdo. Sígueme, te mostraré dónde hay un río. No me dijiste cómo te llamas.

—Zane.

Me dejé guiar por Micah a través de la jungla, sin hablar ya que la caminata requería esfuerzo: la maleza abundaba y la humedad del aire hacía que costara respirar. Luego de unos minutos comencé a sentir el ruido del agua correr, un sonido que anhelaba escuchar desde que me había acabado el agua de la botella. Frené y cerré los ojos, disfrutando de aquel sonido.

—Ya casi llegamos, vamos —informó Micah al percatarse de que había frenado.

Luego de caminar unos minutos más, llegamos a un caudaloso río bordeado por rocas. Estar allí significaba que podrían haber peces o incluso otros animales que se acercaran a beber. Sin pensarlo, me quité la mochila y la remera y me metí al agua. Estaba fría, pero no helada. Pronto sentí como mis músculos se relajaban y una oleada placentera arremetió contra mi cuerpo. Nunca hubiera pensado que tirarme en un río de agua fría iba a hacerme tan feliz.

Juntamos agua en nuestras botellas. Micah tenía una pequeña cacerola, así que colamos el agua con mi remera para quitarle restos de basura natural y luego la hervimos para hacerla potable.

Micah era un buen compañero, sabía más de supervivencia que yo –lo cual era muy útil– y era agradable hablar con él.

Luego de acabar con el agua, cortamos algunas ramas y con nuestras navajas le hicimos puntas, y así fabricamos lanzas. Para luego salir a la caza de peces para nuestra cena. Al parecer habíamos hecho una especia de pacto silencioso, si queríamos sobrevivir era mejor tenernos como aliados.

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⏰ Última actualización: Dec 20, 2016 ⏰

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