II.

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«¿Creen que eso es malo? Yo rompí la regla 72.
(¿Oh?) Dejé a mi compañero, ¡yo soy mucho peor!»
—Spooky Mormon Hell Dream (The Book of Mormon).

—No necesitas licencia de conducir cuando estás muerta

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—No necesitas licencia de conducir cuando estás muerta.

Nina se acomoda los lentes oscuros que me hizo prestarle —le dije que eran de color rojo como sus zapatos, aunque en realidad son unos rosa clarito con «Barbie» escrito por todo el armazón que encontré por ahí— e intenta abrir la puerta de lo que ella cree es el auto con esa elegancia que ha tenido desde siempre para hacer todo.

Se ve un poco menos agraciada que cuando estaba viva. No tanto por el proceso de descomposición (hasta eso está muy bien conservada). Será más bien porque lleva ya un buen rato peleando con la manija. Creo que no se ha dado cuenta de que ni siquiera hemos salido de mi casa.

—Técnicamente ni siquiera necesitas una estando viva. —Por fin me digno abrir la puerta por ella—. Pero ojos sí. Vas de copiloto.

No sé cómo ha logrado llegar desde mi cuarto en un segundo piso hasta aquí. De la misma manera que sube al auto, supongo: con varios tropiezos y un poco de mi ayuda. Lo último bastante incómodo, por cierto.

Cuando algo no me gusta o interesa, hay dos opciones: de alguna forma lo ignoro hasta olvidarme de ello o hago que se detenga. De cualquier modo, desaparece.

Mi cerebro ha dejado de utilizar la primera estrategia: vuelvo a escuchar la voz de Taylor Swift, proveniente del vestido de Nina. Pongo en marcha mi plan B: me acerco e intento apagar el reproductor.

—¡Coño, Maite! —Me aleja de un manotazo—. Ese no se toca. Puedes manosearme si quieres, pero el de 1989 no me lo tocas.

—Apágalo entonces —protesto indignada—. ¿Es necesario traerlo?

—De hecho, sí. Gané una partida de póker allá abajo y como premio elegí poder regresar aquí. —Sus intentos de abrocharse el cinturón se detienen; si tuviera ojos, estaría mirándome ahora mismo—. Pero no te puedes poner muy exigente con Satanás, aunque seas mejor jugando cartas que él. Me dejó salir, pero solo el tiempo que durara un disco. 

Me abstengo de preguntarle por qué eligió ese. Nina siempre había sido de pop. Conozco discos que duran mucho más y por ende, serían más útiles. Claro que ella no podía saber eso y yo no iba a decírselo, sin embargo.

—¿Cómo es ahí? —pregunto, sin quitar la mirada de enfrente. Empiezo a conducir—. El infierno, digo, ¿cómo es?

—Es como reprobar un examen: si todos lo hacen, no hay tanto pedo.

—Ah.

No sé nada: a dónde ir, qué decir o hacer, nada. Para odiar a Nina, estoy más que dispuesta a ayudarla, el problema está en que no sé cómo empezar. Honestamente, dudo que ella sí lo sepa.

Eye to EyeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora