Cogió el paquete de pasta, frunciendo el ceño, como si viniese de otra dimensión. Qué mierda es esta. Lo abrió, observando el contenido con delicadeza, y apretó la mandíbula, arremangándose. Aquello iba a ser una gran guerra. Sangrienta. Y la cocina, su campo de batalla.
Mycroft Holmes no era un buen cocinero. Qué coño, Mycroft Holmes no cocinaba. Nunca había cocinado en su vida. Mycroft Holmes no se ensuciaba las manos, nunca. Ni con sangre, ni con harina, ni aceite, ni sartenes, ni ollas, ni nada de nada, porque no. Sabía la teoría, por supuesto; no en vano te venían los paquetes de macarrones con instrucciones en el dorso. Vamos a ver, no podía ser tan difícil, ¿o sí?
Era la tercera noche que dormía en aquel apartamento angustiosamente enano, y no sería la última. Tenía que hacer todas esas cosas que no hacía nunca, cosas de persona normal, como planchar, tender, fregar, limpiar, recoger, pasar el polvo, ordenar, la colada, y creía firmemente que en una de estas se iba a morir. ¿De verdad la gente hacía todo aquello en su vida cotidiana? Fascinante. Suspiró, poniendo el agua a hervir: sólo tenía que aguantar cuatro días más, y podría volver a su casa y a su vida habitual.
Todo aquello era por culpa de su hermano (como casi todo), y de una apuesta. Sherlock simplemente se había reído de él, acusándole de ser completamente incapaz de llevar una vida normal en vez del panorama burgués en el que vivía, y le había lanzado el reto con todo el morro del mundo. Por dios, le sacaba de quicio. Después de diez minutos a base de picarle, acabó perdiendo los estribos, y en un abrir y cerrar de ojos ahí estaba, haciéndose unos macarrones. Los echó en el agua con desgana, puso el temporizador y cogió una sartén. La sartén, su gran enemigo. Echas un inofensivo filete y aquello parecía un puto volcán; el primer día, después de alguna que otra quemadura y llenarlo absolutamente todo de aceite, se dejó de bromas y se puso los guantes de fregar para hacerse un trozo de cinta de lomo, herido profundamente en su orgullo.
Y se desató el caos.
El temporizador se puso a pitar de forma estridente, pidiéndole que apagase el fuego de la pasta de una vez, y Mycroft cogió un colador mientras echaba aceite en la sartén y colaba la pasta, y madre mía el vapor, y entonces puso el filete en la sartén, pero corre, échale aceite a la pasta también que luego se pega, y enciende la campana que apesta todo, y oh, el aceite del filete salpica, y empezó a salir humo, y se lio pardísima, porque saltó la alarma anti-incendios... de nuevo.
Se quedó en el sitio, notando cómo empezaba a empaparse a medida que le caía el chorro de agua. Al menos el aceite ya no salpicaba. Suspiró, rendido, dejándose caer de espaldas a uno de los compartimentos de la encimera, enterrando la cara entre sus manos. Definitivamente no iba a sobrevivir a aquella semana. Y, por favor, que dejase ya de caer agua de la alarma.
Llamaron a la puerta y se obligó a sí mismo a levantarse, bufando. Ahora tendría que lidiar con un vecino cabreado, segurísimo. La abrió, y oh dios mío.
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-Otra vez.
-¿¡Otra vez!? Greg, ve a hablar con él. Es la tercera vez.
-¿Y por qué no vas tú?
La mirada furibunda de su mujer bastó para que Greg Lestrade se callase la boca, con miedo de recibir un cojinazo (o algo peor; no sería la primera vez. En plan, platos rotos. Había aprendido que, cuando su mujer se cabreaba, le cogía una manía tremenda a la vajilla). Suspiró, poniéndose una chaqueta, y salió del apartamento para llamar a la puerta de enfrente. Sería una persona mayor, seguramente. Tal vez sorda, y ni siquiera se enteraba de que activaba la alarma anti-incendios todas las noches. Un viejo que pasaba de todo. A decir verdad, no había visto a su nuevo vecino hasta ese momento... y menudo show.
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Pretty visitors
Fanfiction"Mycroft le miró, queriendo morirse y que se lo tragase la Tierra, o que hubiese un fuego de verdad, o saltar por la ventana y huir lo más lejos posible de allí. Porque además, oh, era increíblemente guapo, y se estaba riendo de él. De haber sabido...