El duelo

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El aullido feroz se elevaba como un canto elevado al cielo. La luna sangraba bajo el perpetuo recuerdo de lo eterno. En esas noches de luto, en que los hombres se sumían en el silencio, nacían las leyendas, los hombres de fuego.

Los gritos resonaron en una multitud que se abría paso hasta la tribuna. Allí, una docena de hombres se perfilaban en el mutismo que precede a la muerte, sus ojos se volvían a ella, a una traición que encarcelaba lo más profundo de sus aguerridos corazones, condenándoles al destierro, al silencio eterno.

¿Podían los héroes admirados convertirse en víctimas de su propia vanidad? Sí podían, Eru era testigo de tantos caballeros valerosos caídos en la desgracia de un destino poco misericordioso.

Allí rondaban tantas leyendas que ya se confundían las batallas pasadas con las que estaban por venir.

Mucho se decía del rey, de su poder mermado, de la poca habilidad que conservaba para gobernar. ¿Quién osaba subestimar al gran Karsos? Solo pocos conseguían manifestar su opinión y no acabar de festín para los cuervos.

Después de la guerra se suponía que venía la gloria, la paz y la unidad.

Karsos no podía prever el amotinamiento de sus tropas. Además, era cierto que la presencia de aquella hechicera generaba cierto malestar entre el campamento. Y es que Kira, conseguía incomodar al más valiente de los guerreros, generaba el temor de sus artes oscuras y de la influencia que tenía en el rey.

El destino parecía sumirse en los miedos rotundos que acompasaban su marcha. Él no podía disuadirse de lo contrario, había recorrido un largo camino, había desaprovechado toda una vida solo por un fatídico instante.

Los hombres admiraban a ese extraño luchador llegado de tierras del norte. Eru se había preparado desde el inicio de los tiempos, ahora llegaba el momento en el que desafiaba a un hombre duro al que muchos se empeñaban en llamar rey. ¿Cómo podía él asumir que el rey era ese ser desprovisto de humanidad?

Karsos gobernaba más por el temor que despertaba que por el respeto que gozaba.

Así, parecían ser los tiempos que proseguían a la terrible guerra. Cuando las canciones cesaban, y la gloria acababa, solo quedaba el miedo. Un vago temor que imponía a esos soldados hechos de papel, y al que pretendiera desobedecer, no tocaba otra cosa más que una tosca soga alrededor del cuello.

No podía evitar convertirse en el eco que susurraban los moribundos, Eru había despertado una legión dormida, y aunque pocos se atrevían a mirarlo directamente, no quedaba otra alternativa que esperar. Era la expectativa lo que más le preocupaba, era el tiempo el único que podría marchitar esas ansias de sed a las que su cuerpo se aferraba.

Eran las espadas de sus enemigos las que parecían entonar esos tediosos cánticos de muerte.

La llegada de la noche atrajo una visita inesperada. La carpa se iluminó con el blanquecino rostro de Kira. Razón no le faltaban a los rumores, era tan bella como dañina.

-¿Qué os trae en una noche tan despejada hasta mi carpa? – Indagó él con poca amabilidad.

Ella dejó caer la capa y le tendió una sonrisa afilada.

Eru no deseaba lidiar con la hechicera, conocía las historias que rondaban en torno a ella y nada bueno se sacaba con su visita.

-La verdad querido, es que vengo a persuadiros de que no acudáis al duelo mañana – Manifestó – Es muy simple, Karsos jamás tendrá compasión contigo, sufrirás una muerte cruel, desgarradora, y vuestra valentía solo quedará enterrada con los gritos de horror que escaparan ante cada puñalada. Como un favor he venido a advertiros de ceder, de mantener la paz que con tanto esfuerzo hemos labrado, incluso – llevó un dedo hasta sus labios dejando que su aliento volara hasta él – podría velar por los intereses que mueven esta decisión ¿Qué deseas?

-No puedo decir que me sorprenda vuestro intento por detener el duelo. Si bien reconozco la valía de Karsos, será su muerte la que traiga paz a este reino – No pudo controlar el impulso nervioso de su brazo y al final habló – nada de lo que pretendas ofrecerme podrá cambiar mi parecer. Busco recuperar las tierras de mi padre, recuperar su legado. Y solo podré hacerlo con la muerte del hombre que le otorgó el destierro. ¡Marchaos de aquí!

Kira le dedicó una sutil mirada antes de abandonar la carpa. Él no iba a ceder, había esperado toda una vida por ese momento, y solo así recuperaría lo que era suyo desde un principio, no había lugar para cobardías, no podía permitirse sentir miedo. Se durmió con la vaga sensación de ser admirado en sueños, de arrastrar miles de almas con una cadena de hierro.

El amanecer tiñó de nuevas luces la enorme colina dorada. Los ríos de sangre corrían sobre los valles helados, en una mañana de gloria, recordando a los inmortales el destino de aquellos que osaban desafiar a la muerte.

Eru se aproximó sobre el círculo dibujado en el barro.

Karsos apareció blandiendo su mítica espada. Ambos se situaron en sus posiciones, dejando que el rugido dignificara el tacto del metal. Eru se movió con prisas, atacando con una rápida pero potente estocada que el rey desvió con facilidad. Ambos se sumieron en un baile de espadas, uno en el que los filos saltaban en cuanto se tocaban.

Eru sintió el metal sobre su hombro, el rey había propiciado un instante en el que con un tenue engaño, logró rozar el acero contra su peto. Desvió el golpe con poca fuerza, la sangre comenzaba a manar hasta la empuñadura, en un momento agrio de confusión.

El poderoso mandatario lo obligó a retroceder ofreciendo varios cortes que si bien no eran mortales, se convertían en una larga agonía si realmente pretendía extender el combate.

-¡Y osas enfrentar a tu rey! – Gritó Karsos alzando su espada al aire – ¡No eres digno de vuestro padre, quien en su tiempo dio más pelea haciendo uso de una mayor dignidad! – Le escupió en el rostro al tiempo que golpeaba sus costillas en un abrazo de muerte – ¡Eres débil y por eso...!

El guerrero no alcanzó a concluir su frase. El rey cayó cuando la espada caló en su pecho.

En un instante de gloria, Eru había conseguido que la arrogancia jugara a favor de sus intereses. La hechicera se alzó en el podio proclamando un nuevo rey, intuyendo que sus ambiciones cambiaran el rumbo que hasta entonces habían llevado. Pero él no había derrotado al contrincante más importante, aún le quedaba una lucha, una más difícil de lograr, una que llevaba el rostro de una mujer.

Sonrió ante todos imaginando el porvenir que se tendía ante sus ojos. Kira se aproximó y le devolvió el saludo, frío y cortante, dejando en claro que todo aquello era teatro. Su mayor rival continuaba allí, no hacía gala de poder ni se vanagloriaba en sus batallas, simplemente tenía el tacto de la inteligencia tallada en la piel. La muerte de Karsos era un paso, pero el largo camino que quedaba se teñía por la magia oscura que esta acaparaba, aún quedaba una batalla más.

El festín de la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora