El viento lúgubre envolvía la furia de las montañas. Había sido un viaje largo, cansino, y algo tormentoso. Tras días a pie, y otros más en el barco, finalmente conseguían llegar hasta el fin del mundo.
Ese lugar remoto los recibía con la tristeza de un reino muerto. Los reyes ya no gozaban de la gloria pasada, las tumbas se volvían para reclamar el esplendor que con tantas batallas habían garantizado, ya no quedaba nada.
Sentía los músculos agarrotados. Apenas y se movió en la proa, veía a los marineros ir y venir manteniendo la distancia con la hechicera. Nadie osaba acercarse demasiado y él no podía culparlos. Seguía poniéndole los pelos de punta, con sus túnicas delgadas, con sus ojos filosos que siempre lo miraban.
Emprendían una misión suicida. Una de la que esperaba pudiese salir victorioso, y sin el peso de Kira encima. Sabía que era riesgoso, intuía que Karsos en su momento habría sentido dudas respecto a ella, pero él no podía dejar que Kira conservara su puesto en el concejo. Era peligrosa, despiadada, estaba llena de un sutil veneno, no de los que matan el cuerpo, de los que te quitan el alma.
La leyenda de las brujas de Sigmund seguía dándole vueltas en la cabeza. De niño era la historia que su madre solía contarle, le hablaba de esos seres malvados que un antiguo rey convirtió en piedra. Y aunque a su corta edad lograban atemorizarlo, de adulto comprendía que no existía mayor miedo que la pelea, las espadas y la guerra.
Ahora parecía una nimiedad, una en la que ni siquiera creía. Si llegaban a las Mareas de la muerte lograría acabar con las ideas de la hechicera.
Eru no podía confiarse. Era el rey, y por mucho que quisiera desistir de sus intentos, comprendía el enorme peso que atraía el poder. Sí, unas buenas faldas y el mejor vino no le faltaban, pero lejos de disfrutarlo y complacerse en esos placeres rutinarios, se concentraba en pensar en su ejército, esos hombres enterrados a pie de colina, la amenaza de la guerra que pendía sobre su cabeza.
-Algo te preocupa – Susurró la voz cálida de Kira en su mejilla – puedo ver que piensas en Girón y tus hombres, cuando despertemos a las brujas, la presión disminuirá, te aseguro que serán de ayuda.
Él la miró con amargura. Estaba convencido de que la mujer llevaba años planeando aquello.
-¿Por qué Karsos nunca aceptó hacerlo?
La hechicera se encogió de hombros y se acercó más a él.
-Era un cobarde, como muchos otros hombres que se hacen llamar guerreros. Lo desconocido le daba miedo y no le permitía salir de la comodidad del valle.
Él no podía culparlo. Si le hablaban de despertar un poder despiadado capaz de cambiar el curso del mundo, también sentiría miedo. Era aguerrido, pero sobre todo humano, y para su mala suerte, derrochaba algo conocido como sentido común.
-Tú no tienes miedo – soltó ella de pronto como si pudiese leer sus pensamientos – Sientes una vaga curiosidad por lo que encontraremos más allá, por ver las estatuas y sentir que todo esto fue un fraude.
No podía decirle que no. Tenía más ganas de ver ese lugar maldito que esperar las consecuencias de su llegada.
Kira parecía mantenerse en calma. Se arrebujaba en la ancha capa y miraba el horizonte de vez en cuando. Realizaban el viaje junto a una docena de soldados, todos ellos dispuestos a servir a su nuevo rey y entregar su vida en una tarea que parecía imposible.
Antes de marchar recibieron amenazas de los reinos contiguos. Nuevas magias se despertaban en los límites desconocidos, y todos los reyes esperaban unirse y enfrentar ese poder dormido que ahora despertaban. En cuanto los rumores del nuevo rey se extendieron, muchos pensaron en alianzas, tras enterarse de la presencia de la hechicera retiraron sus palabras. Nadie estaba dispuesto a tender su mano a un rey que se vinculaba con la magia, mucho menos lo estarían si se enteraban de la finalidad de aquel viaje.
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El festín de la muerte
FantasyEru siempre deseó el poder, sentirse glorioso y convertirse en un gran rey. Pero cuando sus deseos se realizan debe lidiar con una sombra terrible que se cierne sobre sus decisiones. La hechicera blanca tiene sus propios planes, y ningún hombre será...