Semele

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9:25

El cassette se enciende. Se escucha el sonido de la transmisión. De lejos, el piar de un pájaro.

Día tres sin ti.

Hace una buena mañana. Si subiera las persianas probablemente podría distinguir el sol entre las claras nubes y el verdor de unos prados pasados por agua, pero no lo voy a hacer.

Se sucede una pausa. La voz calla y parece tomar una hoja, a juzgar por el sonido del crujir del papel; y procede a escribir algo en ella con una pluma. Sólo después de cinco minutos retoma la conversación.

Arabella tiene el pelo muy rojo, un vestido trenzado y unas botas de piel de lagarto interestelar, aunque no va en bañador; sino en vestido (de Barbarella).

Le gusta dar besos, en especial en los labios, justo después de dar la hora. Nunca le he preguntado sus motivos ni razones, porque nadie sería capaz de rechazar un beso tan dulce.

Ahora estoy escuchando a los Arctic monkeys (me gustan los grupos viejos) y pensando en mi nueva amiga, Arabella, que vive debajo de mi cama y se ha transformado en una tetera —o eso creo, ¿qué concepto tiene la humanidad como tetera? Si la idea procede de la experiencia, como dice Descartes, y nombramos a los objetos como experiencias cuyo nombre es vital para la existencia del mismo, para mí una tetera podría ser cualquier cosa, quizás una lechuza, quizás la primavera—.

La grabadora se apaga.

14:08

El cassette se enciende. La voz carraspea.

Hay un incendio en el zoológico. Sospechan de las llamas.

Dicen que llevaban planeándolo desde hacía tiempo,

o que la Ichu que les daban contenía anabolizantes.

Se sucede una pausa. La voz parece consternada.

A veces me asaltan preguntas inquietantes mientras duermo.

¿Cómo eran los dodos? ¿Sienten algo los demonios más que pecados capitales? ¿Qué es ese aura extraña que se ha formado en el suelo de mi habitación y se está empezando a tragar todo mi mobiliario? Por favor, manden ayuda. O un destornillador.

La grabadora se apaga.

17:47

El cassette se enciende. De fondo, el sonido de la lluvia.

¿Llueve? Oigo la lluvia, pero ya no sé si la escucho o si la pienso. Simplemente la observo a través de las persianas. Es frívola y húmeda, como toda lluvia debería ser, y en su sonido encuentro cierto calor hogareño.

Pandora mueve la cola y se echa en mi regazo. Está creciendo a una velocidad desmedida. Quizás le damos mucha comida, o quizás están emergiendo en su inexplicable mente de perro ideas y proyectos formidables del rigor de las novelas progresistas de Simone de Beauvoir. La vida es una película en blanco y negro. Mi silla, que tiene cuatro patas, acaba de crujir como si estuviera cansada de soportarme. Dos más dos son cuatro, eso es una verdad universal. Pero, ¿qué si el cuatro es relativo? ¿y si es una silla? ¿y si te sientas en el cuatro y se parte en dos?

Como iba diciendo, la lluvia ha empezado a caer hacia arriba otra vez y hay goteras en el suelo. Un día cayó hacia abajo, y a toda la ciudad le pareció redundante. Cuando el vendaval arreció, me asomé a la ventana y observé a los aviones crear nubes artificiales en el cielo anaranjado.

El cielo siempre es naranja aquí. Como las hojas en el otoño, o como esa carpeta extraña que apareció en el salón el otro día con documentos secretos que no se pueden abrir ni tocar.

Se hizo de noche muy rápido. Como a las tres de la tarde, ¿sabes? Entonces vino Éloella, que se ocupa del edificio, alegando que me estaba retrasando con el pago del alquiler.

—Lo siento —dije yo—, no tuve tiempo de ir al supermercado.

Éloella asintió. ¿Excusa válida? Supongo. Lo invité a pasar y su larga cola arrugó la alfombra del pasillo y por poco tira una de mis estatuillas egipcias. Si lo llega a hacer, lo mato. Le di, no sin cierto mosqueo, cuatro naranjas, dos libras esterlinas y cinco calzoncillos.

Éloella se fue siseando. Nunca entenderé para que necesita tantos calzoncillos, pero me estoy quedando sin ellos...

La grabadora se apaga.

19:22

El cassette se enciende.

Acaba de venir uno de tus estudiantes.

Lo sé porque se viste con el mismo uniforme azul marino que tú llevabas. Me habló a través de la puerta de la entrada porque yo no le quería abrir.

—Déjame entrar, Willow.

Su voz era grave, pero dulce. Casi calmada, como quien quiere amansar a una fiera. Pero yo no era una fiera, creo, solo alguien con serios problemas mentales. La fiera era él. No parecía peligroso aunque, sin duda, era peligroso. Casi todo es peligroso para mí.

—Tú ya sabes quién me ha mandado.

Eché un vistazo por la mirilla de la puerta, que ni siquiera tenía candado, así que el desconocido podría haberla abierto si quisiese. Supongo que intentaba ser cortés y convencerme para que yo mismo lo invitara a pasar.

A través del cristal vi figuras difusas y deformes. Y, en medio, la imagen de un joven entre los 25 y 30 años que observaba a través del vidrio como si supiera que le estaba mirando. Eso me asustó. El ceño se fruncía levemente en sus facciones curvadas, más arriba de unos ojos del color del agua marina, entre la línea del azul y el verde. Su pelo, rubio ceniza, le caía desordenado por la frente, aunque nada de eso me resultó atractivo, por supuesto que no.

Solo un tanto atrayente. Lo normal.

—Quiero ayudarte —dijo, y una sonrisa se esbozó en su rostro, creando un pequeño hoyuelo en su mejilla izquierda. Me estremecí ante la mueca triste, de compasión...y no le abrí la puerta. Alguien debería escribir un libro entero sobre el valor de una mirada. Las palabras se las lleva el viento, pero hay algunas miradas que son cicatrices irreversibles; a veces valiosas, en otras ocasiones, trágicas.

Arabella me dijo que siento atracción hacia las formas hermosas porque compensan el descompasado latido de mi imperfecto corazón. Estar encerrado hace que te acostumbres a observar las cosas más normales como ámbitos de otro planeta, y con esta sorpresa infantil el mundo debería girar.

Ni siquiera le contesté. Y pongo la mano en el fuego a que no lo haré mañana ni nunca.

La grabadora se apaga.

La cuarta zonaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora