Ulises

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11:22

El cassette se enciende. Se escucha el sonido de la transmisión. De nuevo cae la lluvia. La voz parece adormilada.

Hubo un tiempo en el que la vida era un sueño y la muerte no trenzaba el refugio de los sentidos como una telaraña iluminada, en el recoveco de una estancia triste, por un tragaluz que daba hacia el norte.

El cielo, repleto de estrellas, centelleaba alumbrando la habitación y se colaba entre las nubes, estratos agitándose al sol del viento y no ante el súbito naranja creado por luces artificiales.

Había una ciudad con nombre de ser y de no ser cuyo secreto brillaba al viento. Como dijo De Andrade, él bien sabía; era una muchacha descalza y leve, de cabellos claros agitados por el viento, desciendo peldaños hasta el río. Miraba hacia atrás, y sonreía.

Conocí a Halcyon en Lisboa, y en Lisboa le perdí.

Habían pasado veinticuatro meses desde aquel día en el que mi padre me echó a mi casa y fui recogido por los servicios sociales, los cuales llevaron a juicio a mis padres por suponer que habían cortado en dos mis mejillas (y matado a Pandora). No sé si seguirán allí. No sé dónde habrá quedado ese núcleo de los Amish que todos daban por abolido a estas alturas de siglo, o si su germen sectario continuará infectando los núcleos de América. Yo ya estoy muy lejos de ellos. No me siento desdichado por su ausencia.

Fue, ciertamente, un alivio cuando resulté ser adoptado y trasladado a la costa portuguesa.

Recuerdo aún las mañanas somnolientas y la brisa eternamente primaveral de las calles de Lisboa, la forma en la que se poblaban las calles a la salida del sol como si de una brisa oportuna se tratara. Las plazuelas concurridas tras el perezoso despertar, la luz clara y suave que cubría los meandros y las fachadas desgastadas, los niños arañando las ruedas de sus bicicletas en el asfalto, descendiendo por las empinadas calles que rodeaban el castillo de San Jorge; todo esto se dibuja en mi memoria como un pintoresco cuadro de un sueño lúcido y despierto.

No era un país muy rico. Chicos de pieles tostadas se paseaban alrededor de las plazas intuyendo a los turistas que querían ir en aquellos coches sin puertas hasta el barrio de la Alfama, la colina más alta de la ciudad portuaria, a descubrir con sus propios ojos las casitas pintadas de colores pastel que se apeaban en los proclives de las calles; amontonadas unas encima de otras, siendo atravesadas por los cables de los tranvías. Yo acabé accediendo en unas de mis solitarias incursiones, cautivado por la alegre y despreocupada alegría que desprendían todas las personas que corrían por las calles, ajenos a la fascinación de un chico demasiado extraño del que preocuparse.

Me cobraron cinco euros y no fue la última vez que tomé esa decisión. El cochecito sin puertas permitía que el liviano aire se colara en el vehículo, y yo observaba con asombro cómo descendían las venas de la ciudad, pobladas de personas con prisa, mientras ascendíamos hacia el barrio del castillo. Algo que me sorprendía mucho de la urbe era el caos que allí reinaba, pues los coches se apilaban en las calles y los peatones caminaban a sus anchas, y todo aquello emitía una sensación de despreocupada inseguridad de la que nadie parecía pretender resarcirse.

El coche traqueteaba y yo me asía al asiento, mientras el muchacho que me llevaba hacía un montón de preguntas:

—¿Y de dónde eres?

—De América.

—¡Vaya! Pues hablas muy bien español —dijo, parando el coche en frente de un semáforo que estuvo a punto de saltarse.

—Mi madre es hispana. Tú también hablas bien español.

—Aquí tenemos que hablar de todo un poco. Mucha gente se ha montado en este coche. Ayer mismo, un bangladesí —Yo me sorprendí—. ¡Claro que sí! Refugiado del mismo Kaapvaal, huyendo de los mismos guardianes de las fronteras. ¿Y se supone que tengo que saber bengalí?

La cuarta zonaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora