Cuencas de Obsidiana

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"A veces es cierto el que una mirada vale más que mil palabras. Excepto si una mirada te deja sin habla para siempre."

Frihet siempre había sido una persona emocionalmente inestable. Tendía a inquietarse por cosas que pasaban desapercibidas o dejaban indiferente a casi todo el mundo. A veces le daba coraje ser de aquella manera, pero no era capaz de evitarlo. Con los años más bien se le iba acentuando.
Tenía treinta inviernos.
Poseía además un oído finísimo y tendencia al insomnio. Todo ello la hacía vivir en un larvado y constante estado de escucha y alerta, en especial por las noches.
Llevaba prácticamente toda su vida en aquella casa. Conocía y podía identificar casi sin error la mayor partede los sonidos del vecindario: el ruido que hacían al abrirse y cerrarse cada una de las puertas, los gorgoteos de las distintas tuberías y desagües, el sonido de la lluvia contra el techado del vecino...También reconocía algunos llantos, voces, jadeos y rumores de pasos. Pero los
sonidos humanos eran mucho más cambiantes.
Frihet había pensado muchas veces en mudarse. Odiaba la ciudad en la que vivía, al ser tan pequeña todo el mundo te conoce y juzgaba por las acciones que cometias.
Espiaba los gestos de los demás, con el fin de poder entender más a las personas, trataba de adivinar cuáles eran sus ocupaciones y qué grado de desarreglo había en cada una de sus mentes. Intentaba deducir algo de la expresión de sus caras, de sus movimientos... Antes tenía la manía de mirar los ojos de las personas, poseía una gran pasión por ese órgano que permite ver lo que tienes alrededor, pero a su vez le parecían muy extraños e inquietantes...

El timbre de la puerta sonó una vez. Frihet, al no saber quién sería, se tapó la boca con la mano para que no se le escapara ni un suspiro.
Saber que allí, tan cerca, que había alguien respirando al otro lado de la puerta, le causó mucho agobio y una cierta repugnancia.
Una chica parecía mirarle a través del arabesco de latón como si supiera muy bien que ella estaba allí, como si pudiese observarla. No la vio parpadear. Los ojos eran, con diferencia, lo más raros que jamás hubiera visto.
El timbre volvió a sonar.
Frihet pensó entonces que, a pesar del temor que le causaba, quizá lo mejor sería abrirle.
— Perdóna Frihet, soy Jord siento molestarte. Soy la vecina de al lado.
—Ah —dijo Frihet como si no lo supiera... —Necesito tu ayuda, si no te importa.
Con un escalofrío el comprendió por qué sus ojos resultaban tan extraños. Al verlos de cerca se dio cuenta. El izquierdo era artificial y de un color distinto al otro. El auténtico era marrón con parches verdes. El
otro, negro. Parecía de cristal.
—Me he dejado la llave de mi casa en un sitio —explicó, como si se tratara de un lugar al que podía volver enseguida—. Tendré que ir a buscarla. Y, mientras… verá, tengo una caja aquí y no puedo meterla en casa.
Frihet miró la caja apoyada que junto con la luz de la entrada parecía un ataúd.
—¿Sería tan amable de guardármela hasta que vuelva? Es por no dejarla ahí, sola. Alguien podría
llevársela. Contiene cosas que son importantes para mí. Tardaré lo menos posible, desde luego.
Ella era muy amable, pero su modo de hablar tenía algo imperativo. Había desgranado las frases como parte de una orden global. Su capacidad de sugestión parecía provenir del ojo negro.
Frihet no fue capaz de responder. Tenía ganas de preguntarle mil cosas, pero no lo hizo.
—La colocaré donde menos moleste.
—Si me hace el favor —insistió la chica al ver que Jord no reaccionaba.
Frihet abrió.
—Con permiso —murmuró la vecina entrando, y a los pocos momentos, ya despidiéndose, dijo:
— No sabe cuánto se lo agradezco. Salió de la casa, se metió en el coche y se fue. El la vió irse lentamente, iba muy quieta, inexpresiva. Parecía un maniquí colocado allí con un secreto propósito. El ojo negro de cristal relucía un poco desde el retrovisor.
Frihet cerró la puerta y volvió a poner la cadena. Buscó con la mirada. No se había dado cuenta de dónde había dejado la caja.
Estaba en el ángulo más oscuro del pasillo. Al verla allí, dentro de casa, notó una punzada en la espalda. Había cometido un gran error consintiendo aquello. Pero todo había sucedido muy deprisa.
El ojo de cristal negro había capturado su atención y no se había dado mucha cuenta de lo demás.
Incapaz de hacer otra cosa hasta que la chica volviera con sus llaves, esperó... Enfadado consigo
mismo, intranquilo, preocupado...
Oscureció con rapidez. Se asomaba a cada momento a la calle ansioso por
verla ya de vuelta.
Se puso a llover con suavidad. Como de costumbre, el adoquinado brillante y mojado desquició un poco a los automóviles.
Cuando dieron las once empezó a desesperar. Estaba tenso, crispado, temeroso. Y, a la vez, tenía sueño. Pero sabía que no podría dormirse hasta que aquella extraña muchacha hubiese vuelto. Y quizá después tampoco...
Cada vez que oía un coche iba a la puerta para ver si era ella, pero había algo extraño, todos los coches que pasaban por la calle estaban vacíos...
Sólo la idea de salir a la calle le daba pánico.
La última vez que había mirado el reloj eran más de las tres de la mañana. A la casa de al lado no
había vuelto nadie. Se pasó casi toda la noche en vela. No quería dormirse mientras la caja estuviese en su casa. No llegó ni a tocarla. Ni siquiera se le acercó.
Frihet despertó como un pájaro que echara a volar de pronto porque algo lo había asustado.
Eran las siete y tres minutos. La calle seguía mojada. Aún era de noche. Su vecina no había vuelto a dar señales de vida.
Puso el oído a la pared medianera. Buscó algún sonido, una tos, un gemido de somier, un grifo
que se abriera, una voz hablando sola, cualquier ruido que indicara que ella estaba allí tras haber regresado de madrugada.
No se oía nada. Silencio y nada más.
Sus uñas arañaron la pared. La inquietud se le manifestaba por medio de gestos inconscientes.
Empezaba a ver claro. Le había dejado la maldita caja allí y no volvería a buscarla.
Aguardaba en algún lugar con su ojo de cristal. Maldita cría.
Por pura necesidad se fue calmando. Había que hacer algo. Tenía que quitarse la caja de encima. Para que los malos presagios se acabaran, para que los coches dejaran de deambular sin conductor y bajar vacío por la
noche, para que las cosas volvieran a ser como antes.

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