dos.

6 0 0
                                    


Ella, portadora del secreto, caminaba con inseguridad por las escaleras de piedra hacia el vestíbulo del edificio. Antes de pisar el suelo de la calle se miró por última vez en el reflejo de las puertas de cristal que se abrieron ante ella. Así la verían todos. Su futura reina. Envuelta en telas plateadas, descalza y portando la diadema de acero.

La piedra de la calzada de la calle estaba caliente tras las horas del calor del sol. Había algo de magia, de esplendor, en la forma en la que cada persona se arrodillaba a los lados del camino de pétalos rojos por los que caminaba. Era una imagen que siempre recordaría con pesar. El pueblo le daba su afecto, su confianza, a ella. A ella.

Cada paso que daba hacia su destino le costaba más. Cada paso estaba lleno de culpabilidad, de remordimientos, de pena. Había intentado dejar de sentir, convertirse en un ser humano insensible, en una muñeca de trapo. Ella era un elemento, algo a lo que adorar, y no solo por su belleza. Ella representaba el bien, la prosperidad, la paz y por consiguiente, la felicidad.

Notaba los pétalos de las rosas bajo sus pies a cada paso que daba. Suaves al tacto. Andaba erguida con la cola del vestido plateado arrastrándose por el suelo en un murmuro de plata. Los niños más pequeños se le quedaban mirando con la boca abierta, maravillados, y no solo los niños. Cada persona que la observaba se sentía atraído por ella. El sol la hacía brillar, más aún si cabía.

Atravesó a paso lento las calles abarrotadas que le separaban del castillo. Notaba el peso de la diadema en su sien, como el recordatorio de lo que estaba a punto de ocurrir. A su alrededor muchas de las personas seguían con las rodillas hincadas en el suelo. Otras, en cambio, se doblaban en una reverencia y otras se mantenían erguidos dispuestos a no perderse ni un segundo de los pasos de sus pies desnudos.

Llegó al pie del primer escalón de la larga cuesta. Los soldados arremolinados permanecieron a sus lados a lo largo de su subida. Se mantenían erguidos con la espada desenfundada y apuntando al cielo, y su mirada perdida en algún punto entre la punta de su espada y el cielo azul de aquel mediodía.

En cambio de los pétalos rojos que adornaban las calles, los pétalos que yacían a lo largo de las escaleras eran blancos. Entre peldaño y peldaño había al menos tres pasos de distancia y en el séptimo peldaño se paró. Giró su cuerpo hacia atrás y contemplo lo que dejaba atrás: el camino por el que acaba de atravesar, los pétalos que había arrastrado consigo desde el principio, el brillo de las espadas de los soldados, el silencio del pueblo. La cola de su vestido caía desde el peldaño en el que se encontraba ella hasta el principio de la escalera. Parecía un mar de plata, hipnotizante y hermoso. Dos soldados vestidos con la armadura real se situaron en la cola e hincaron la rodilla en el primer peldaño.

Permaneció así durante unos segundos, hasta que empezó. El sonido se inició en el pueblo, debajo de ella. Las personas pisaban con fuerza en el suelo, a la vez, compaginadas a la perfección. El suelo vibraba al tempo, pero ni siquiera ese sonido era capaz de acallar el sonido de su propio corazón que retumbaba con fuerza en su interior. Los soldados se mostraban imperturbables hacia el salvaje ritmo y seguían apuntando al cielo con sus espadas. Las armaduras debajo de ella se levantaron y agarraron la cola del vestido y subieron escalón a escalón mientras ella también avanzaba a su propio destino.

Tras sus pasos dejaba un rastro de pétalos blancos manchados de negro y rojo a causa de la suela desnuda de sus pies.

Cada escalón que subía la carga encima de ella se volvía más pesada.

Sus manos temblaban.

Rezó para que sus piernas no le fallaran.

Rezó a alguien que no sabía con certeza si existía.

Pero rezó.

Y la escuchó, quienquiera que fuere.

Llegó al último peldaño y dio varios pasos hacia las impotentes puertas negras que se alzaban delante de ella. Detrás de ella ambas armaduras soltaban la cola del vestido y se alzaban a cada extremo con una mano en el corazón y la otra en la empuñadura.

Los soldados que había dejado atrás seguían erguidos, pero la posición de las armas había cambiado según su ascenso. Ahora cada soldado sujetaba su propia empuñadura y agarraba con su otra mano la punta de la espada de su compañero. Unión. Fuerza.

Ambas armaduras desenvainaron sus sendas espadas y la apuntaron para luego dirigir la punta de la espada al sol que se alzaba en lo alto del cielo.

Tras la demostración, las puertas empezaron a abrirse y ella pudo ver su futuro ante sus propios ojos.

Espinas de aceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora