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Entre los árboles del bosque, muy cerca de la entrada, avanzaban una mujer y su caballo

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Entre los árboles del bosque, muy cerca de la entrada, avanzaban una mujer y su caballo. El viento suave de la tarde movía las hojas a su alrededor y producía un susurro generalizado y expansivo, que en algunos momentos parecía una invitación a perderse en la foresta. El cielo anaranjado, iluminado por las últimas luces del día, ya comenzaba a dar paso a las dos lunas, cuando una orden atravesó el aire y quebró el silencio:

—¡Que no escape!

La mujer se sobresaltó y sin querer tiró de las riendas del caballo, que se encabritó. Le chistó varias veces, le habló con suavidad y le acarició la crin. Una vez que estuvo convencida de que se había tranquilizado, lo hizo avanzar hasta uno de los árboles, donde ató la correa al tronco para subirse a las ramas más bajas con ayuda de la montura. La capa y la falda del vestido se enganchaban en la madera mientras ascendía, el viento le arrancaba la capucha de la cabeza, sus músculos quemaban por el esfuerzo y las manos le ardían ahí donde la madera la había raspado. Llegó lo suficientemente alto como para poder ver a varios metros a la redonda, se sostuvo con firmeza y oteó la distancia, sin dejar de jadear para recuperar el aliento y de darle manotazos a los mechones cobrizos que se azotaban contra su cara.

Los vio marchando con sus uniformes de la guardia y sus caballos, aproximándose a la entrada del bosque desde el oeste. Su respiración se aceleró y se podían oír los convulsos latidos de su corazón, se aferró con más fuerza a la rama que la sostenía.

Un movimiento a su derecha la distrajo. Una kavka acababa de posarse sobre el árbol sin que le importara que ella estuviera ahí. Sus plumas brillaban azuladas con el reflejo de la luz y su mirada roja se clavaba en ella, hipnótica.

El único ruido que se escuchaba era el de los hombres, cuyos caballos se habían detenido antes de cruzar el límite de la arboleda. Percibió el llamado de otras kavkas que estaban próximas, pero la que tenía frente a ella estaba muda. Hasta que, sin previo aviso, emitió un chillido agudo que fue seguido por el de sus compañeras. Los caballos de los guardias se asustaron y se empacaron, negándose a avanzar sin importar lo que sus jinetes hicieran, y cuanto más fuertes eran los alaridos de las aves, más reacios estaban los caballos. Para cuando no les quedó otra opción que dar la vuelta y regresar por donde habían venido, la mujer suspiró y siguió mirando los alrededores con la piel de gallina.

Divisó la figura de un hombre en un claro no muy lejos de donde se encontraba y se sonrió. Aunque la satisfacción no le duró mucho ya que, tras un nuevo chillido, el ave junto a ella salió volando y le rozó la cara con las alas. Se sostuvo como pudo para no caerse y vio a una bandada completa elevarse de los árboles vecinos rumbo al norte. Las siguió con la vista mientras sus figuras se recortaban sobre el cielo del atardecer y sobre el contorno del castillo en la distancia.

Una vez que estuvo abajo, volvió a montar el caballo, reacomodó la capucha de su capa y avanzó en la misma dirección en que había visto al hombre. Lo encontró enseguida; estaba mirando al cielo. Era probable que estuviera contemplando las siluetas fantasmales de las lunas, su mirada perdida en el leve tono rojizo de Coch y en el amarillento de Melyn. La joven se permitió estudiarlas un momento: sus trayectorias perpendiculares estaban cada vez más próximas, era solo cuestión de días antes de que se juntaran en el cenit. El momento se acercaba.

Fijó la vista en el hombre mientras avanzaba un poco hacia él y, por fin, le habló:

—Disculpe. —Él, que al parecer no se había dado cuenta de la presencia de alguien más en el claro, a pesar del ruido de los cascos del caballo, dio un respingo. Extraer una daga y darse vuelta para amenazarla con ella fueron un solo movimiento. Miró a la figura encima del caballo con los ojos entrecerrados—. Perdón, no quise asustarlo —añadió ella, mientras dejaba caer la capucha de la capa para exponer sus rasgos femeninos.

De inmediato el hombre bajó el brazo con el arma, aunque no la guardó. Parecía un poco más relajado, seguro estaba pensando que aquella joven mujer no podía representar un peligro. Quisiera poder decirle que no todo es lo que parece.

—Ya había perdido las esperanzas de encontrar a alguien —volvió a hablar ella—. Iba de camino al pueblo de Uaihm Dhorch y me debo haber perdido en algún sendero. Tal vez usted, señor, pueda ayudarme.

Tras un momento de silencio, el hombre guardó la daga en el cinturón que cubría su camisa y la miró con una sonrisa ladeada y socarrona, mientras levantaba la bolsa que había a sus pies y se la echaba al hombro.

—¿Me está pidiendo ayuda a mí? —preguntó con una risa apenas camuflada—. Creo que se confundió de persona, señorita.

—Mairwen. Mi nombre es Mairwen —interrumpió ella.

—Da igual, lo de andar ayudando a damas en apuros no es lo mío. Mala suerte. —Se dio vuelta y echó a andar hacia la arboleda.

—Qué pena. Esperaba que pudiera ayudarme a llegar hasta el tesoro.

Él se detuvo de pronto ante sus palabras. Un instante después, la miraba por encima del hombro.

—¿Tesoro?

La mujer se bajó del caballo, acomodó su capa y acarició al animal. A pesar de sus intentos de fingir indiferencia, él no le quitó los ojos de encima en ningún momento.

—Sí. Es por eso que necesito ir a Uaihm Dhorch. Se dice que ahí hay un tesoro al que solo puede accederse una vez al año, y esa fecha se acerca. —Señaló el cielo con una sonrisa, había oscurecido en los últimos minutos y se exhibían con mayor nitidez las figuras de las lunas—. Dentro de unos días, Coch y Melyn coincidirán en su recorrido a la altura del pueblo, y cuando eso suceda, iluminarán el camino hasta él.

—¿Y en qué consiste ese tesoro? —le preguntó, girándose hacia ella y dando unos pasos en su dirección. La mujer se encogió de hombros en respuesta.

—No estoy segura, pero imagino que debe ser como la mayoría de los tesoros: joyas, monedas de oro... Si viene conmigo, podemos descubrirlo.

El silencio que se estableció entre ambos durante los siguientes segundos fue roto de pronto por el chillido de un pájaro, seguido luego por otros. Varias kavkas comenzaron a gritar alrededor del claro con sonidos cada vez más agudos, pero ninguno de los dos les hizo caso. Ella volvió a subirse a su caballo mientras él la miraba dubitativo.

—Es mejor que me vaya, quiero encontrar el camino correcto antes de que oscurezca más.

Avanzó controlando la velocidad, pasó despacio por el costado del hombre y, tras saludarlo con la mano, se encaminó hacia los árboles. Si conozco a las personas tan bien como creo que lo hago, seguramente fingía estar dispuesta a abandonar el claro, hasta que la voz de él la detuvo, como imagino que planeaba. Ella cerró los ojos y esbozó una rápida sonrisa satisfecha antes de darse vuelta para mirarlo, seria de nuevo.

—Quiero... —Él carraspeó y dejó entrar un poco de aire, que pareció terminar de convencerlo—. Quiero ir con usted.

—¡Excelente! Puedes decirme Wen entonces —le dijo ella con una sonrisa cautivadora, una que conozco, una similar a la que hice hace mucho tiempo—. Ya que iremos juntos, ¿podrías decirme quién eres?

—Ioan.


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El tesoro de Uaihm DhorchDonde viven las historias. Descúbrelo ahora