Con la verdad que remecerá los cimientos del reino entre las manos, una esclava huye a través de los bosques azules de Lesenia, la tierra donde el sol brilla eternamente en el horizonte. Pese a los rumores de rebelión, el semblante del rey elfo perm...
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—Están en el último trecho del túnel, mi lord —le informó aquel enclenque consejero—. No tardarán más de una hora en salir.
—¿Cómo está el pueblo? —preguntó él.
—En sus casas, mi lord, como ordenó.
—No, idiota; me refiero a cuál es su actitud respecto a esta situación.
—Pues —distinguió duda reflejada en su expresión durante un instante—, angustiados, mi señor. A nadie le gusta la guerra.
—A nadie —repitió.
Pero eso no era una guerra. Ni siquiera sería una batalla. Antes de que la segunda luna se alzase en el cielo, todo aquello habría terminado. ¿Cómo se atrevían a cometer la vileza de utilizar los túneles ocultos? Habría tenido compasión si es que se hubiesen presentado ante sus puertas. Les habría dado una muerte honorable, y hasta habría permitido que los muertos fuesen enterrados bajo la bendición del Dios Luminoso. Quizá incluso habría perdonado la vida de algunos afortunados que jurasen lealtad. Pero no: los sucios paganos pretendían arremeter con cobardía a través de los túneles, con la intención de ejecutar un ataque sorpresa. ¡Qué estúpido de esos infelices creer que no conocía su reino! ¡Él! ¡El señor de esas tierras! Si pretendían emplear esa ruta, no debían ser más de mil.
Había quemado las cartas de Alder y Mocen. Uno era un humano traidor y sin una pizca de honor que vendía los secretos de sus hermanos por un pedazo de tierra en alguna montaña olvidada y un poco de oro. El otro era un sacerdote gordo al que una muchachita le había robado el secreto del príncipe. Estaba convencido de que el rey lo mandaría a la horca cuando todo acabase, por lujurioso e inepto.
—Mi señor —preguntó el consejero—, perdone mi imprudencia, pero, ¿no sería mucho mejor bloquear la salida de los túneles?
Celtivan unió las yemas de sus dedos largos y finos.
—Dime, ¿qué ves acá? —preguntó, apuntando su pecho.