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Era perfectamente consciente que el agotamiento se acumulaba, por lo que el haber permanecido tantos días sin dormir, me estaban jugando en contra. Mi preocupación actual era terminar todas las sustancias, mi concentración diariamente se iba en trabajar sin descansar en la formulación de cada suero, no podía rendirme ahora que por fin había llegado tan lejos. Aunque, mis ojos cada vez se sentían más pesados, el punzante dolor de cabeza que había comenzado desde hace dos días era insoportable y sabía que la causa era la fatiga, sin embargo, no podía darme por vencida ahora que estaba tan cerca. Acaricié la parte superior de mi cabeza en forma circular, negándome a dormir, pero aquello era más fuerte, mis ojos por inercia se cerraban hasta caer dormida, para colmo, justo cuando me encontraba en pleno proceso de escribir los resultados finales de aquel día, dentro de la carpeta que había destinado para almacenar la información sobre mi proyecto.

—¿Experimentos para acabar con las enfermedades mentales del mundo? ¿Esto era en lo que trabajabas tanto? —Creí que estaba soñando, parecía escuchar la voz de Damièn a lo lejos, hasta que recordé que seguía en el laboratorio. Parpadeé un par de veces, aquel pensamiento me había hecho despertar enseguida, levanté mi cabeza del escritorio tan rápido que conseguí marearme, pero eso no me detuvo para verlo fijamente.
Estaba aterrada, no sabría si él encontraría mi idea una locura o algo muy sádico para ser cierto, no quería ser odiada por él.

Sí... Yo quiero lograr eso, no ver sufrir a nadie más por causa de algún desequilibrio mental —Respondí nerviosa, intentaba desviar la mirada de su rostro mientras jugaba con mis dedos, enterrando las uñas en la palma de mi mano para tranquilizarme; sin resultado alguno. Él aún sostenía la carpeta en sus manos, leyendo el contenido y yo me encontraba expectante ante lo que fuera a decir, esperaba que aquello no cambiara su forma de percibirme... De quererme.

—Es difícil, pero sé que podrás lograrlo. Tienes mi apoyo, es una idea que salvará muchas vidas —No me esperaba esas palabras, instantáneamente mis labios se curvaron en una sonrisa que anhelaba salir, me encontraba aliviada al saber que ante sus ojos no había cambiado, tampoco que era una idea infantil o algo extremista de conseguir.

Eso significaba que no estaba desquiciada, podría alcanzar mi sueño, sólo esperaba completar el último de mis experimentos. La sustancia número 013, que contendría codificada la anorexia nerviosa; la cual estaba en el proceso final para ser terminada, pero aún no había anotado sus resultados o la reacción ocurrida allí, me faltaban algunos datos que planeaba terminar esta noche, solo que mi propio sistema nervioso me exigía descansar.
Sabía que la anorexia nerviosa era la enfermedad mental con mayores tasas de mortalidad, además de que no solo afectaba a chicas, también a chicos de todas las edades. Era consciente de ello, porque en primera persona había sido testigo de como mi amiga Faith destruía su vida dentro de las paredes de un viejo hospital público, que con suerte sus padres podían costearle, al ser su sexto ingreso por la misma enfermedad, sin obtener mejoría alguna. Llevaba años en una terapia sin sentido, que había agotado más allá del presupuesto de su familia, quienes al verse desesperanzados, la habían arrastrado a estar interna en San Matthius, un hospital creado para indigentes y personas que no contaban con una buena situación económica. Al no saber en que podría aportar, sólo podía limitarme a visitarla una vez a la semana, en el horario donde no tenía clases en la universidad, pero verla en aquella cama, tan débil, tan deteriorada que incluso podía ver su vida consumida a través de sus huesos y aquellos ojos tan vacíos, carentes de vida, los cuales me hacían desear que esto se acabara de una vez por todas.
Le quería demasiado, pero llegué demasiado tarde para despedirme, había muerto de una disfunción multiorgánica, apenas dos días antes de mi visita. Luego de conversar con la enfermera a cargo de ella, me había comentado como Faith, en sus últimos momentos de cordura, sólo le suplicó el favor de pedirle perdón tanto a su familia como a mí. Jamás había visto una habitación de hospital tan deprimente como aquella, aunque sabía que la percibía de esa manera sólo porque faltaba ella, mi querida fé.

—¿Has visto morir a personas que quieres a causa de este tipo de enfermedades? —La voz de mi asistente me hizo salir de aquel trance en el cual me encontraba, recordando hechos que habían ocurrido hace no más de cinco años. Ahora no me cabía duda, la confianza que habíamos formado entre los dos me decía que era momento de decirle la verdad, contarle aquello que me atormentaba.

Sí... —solté de imprevisto, suspiré cerrando mis ojos, luego enfoqué mi mirada en mis manos, podía apreciar las uñas marcadas en mi piel, parecían pequeñas lunas menguantes color rojizo—. Siempre amé a la hermana de mi madre, era una persona perfecta, amable, tierna, segura de sí misma, dulce, caritativa, inteligente... Era la mejor persona que podrías conocer. Solía cocinar unas galletas de mantequilla deliciosas, abrazarte después de verte llorar, darte los regalos que más deseabas.

—¿Y qué le ocurrió? —Se quitó sus lentes protectores, a la par que tomaba asiento en el taburete metálico a mi lado. Dirigió sus brazos hacia mí, colocándolos por sobre mis hombros, rodeándome con un extraño abrazo.

Su mente la traicionó —sin poder evitarlo, mordí el interior de mi mejilla. Recordar el infierno que viví cuando apenas tenía nueve años sigue siendo una herida abierta en mi piel, en mi corazón. Aunque sabía que debía aplicar sal si quería cicatrizarla—. Nunca me había dado cuenta de las cosas que solía decir a veces, de sus extrañas reacciones, era apenas una niña, como lo sabría. Ella se controlaba cada día, joder, Damièn, se suponía que las pastillas le ayudarían, que podría ser una persona sana, pero no fue así. Una fría tarde del dieciséis de abril, las voces que escuchaba a diario le gritaban que acabara con su vida y eso fue exactamente lo que ella hizo. La encontramos en su tina, había tomado tantas pastillas... Fue horrible, no recuerdo haber llorado tanto hasta el momento de ver esa escena. Los detectives junto a los forenses no me permitían entrar, pero a través de mordidas, arañazos y patadas logré ingresar por fin al lugar.

Ese momento no era el más adecuado, a pesar de ello, no podía seguir aguantando el nudo que se formaba en mi garganta, junto al ardor de mis ojos. Comencé a llorar desconsoladamente al recordar esa escena que me marcó, que me dejó tan impactada, que a pesar de los años sigo teniendo tan vívida en mi mente cada vez que cierro los ojos, como si estuviera ocurriendo otra vez, al igual que las pesadillas que involucran una tina, agua, un frasco de somníferos y a mi tan querida tía Adrien.

—Tranquila, yo estoy aquí, te ayudaré. Escúchame bien, Celesstine —tomó entre sus manos mi rostro, haciendo que le mirara, sus ojos azules reflejaban una tristeza digna de retratar en cualquier poema—. Prometo que te ayudaré a lograrlo, no dejaremos que alguien más muera de esquizofrenia.

Sabía que no era correcto, no era ético, no era justo, sin embargo, en estos momentos no se me venía a la cabeza otra idea que no fuera besarlo a manera de agradecimiento. Junté mis labios húmedos con los suyos, él estaba muy sorprendido, pero no se separó, al contrario, correspondió mi beso y mis lágrimas fueron a parar en nuestros labios, haciendo de aquella muestra de afecto un momento emotivamente trágico, el cual merecía ser plasmado en cualquier obra de arte del período azul.
Ese fue el momento en el que me había decidido, además, por lo que podía percibir a estas alturas; él también. Queríamos estar juntos y eso sería lo que haríamos desde ahora en adelante.

—No seré el mejor hombre en esta tierra, pero prometo amarte y jamás abandonarte. Pase lo que pase, aún si me dejas, permaneceré a tu lado fielmente —me dio un dulce beso en la frente, demostrando el amor cargado de respeto que sentía por mí, luego procedió a secar las lágrimas que aún habían debajo de mis ojos—. Porque he amado tu fragilidad, Celesstine. Esa que no le muestras a nadie.

Y en silencio, rogué al cielo, a las estrellas, a los planetas, a las galaxias, al universo, que por favor, momentos como ese jamás acabaran. Porque de seguro no podría amar a alguien tanto como iba a amarlo a él, al chico amable de ojos azules y cabello negro que se había convertido en algo más que mi asistente.

Celesstine © | Libro #14 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora