La señora de los lentes rojos

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Los padres ¿qué puedo decir de los padres? son de las cosas más ambiguas que existen, ya que al final de todo, no son más que humanos comunes y corrientes a los que les toca cuidar de un ser más pequeño y frágil. Imagínense el terror que le causa a cualquiera que tenga la intención de hacer un buen papel; uno tan inmaduro, tan egoísta, tan lleno de deseo, tan lleno de pecado ¿y tener todas las intenciones de volver a ese nuevo ser mejor que todo eso? ¿Además de conseguir su amor, respeto y admiración sin que se vuelva dependiente o se olvide de ti poco después de conseguir un trabajo o su primera pareja? Aterrador, y encima frustrante.

Hay que respetar a todo aquel que intente hacer lo mejor posible, no un como un padre, sino como un ser humano. Hay que respetarlo como ser humano porque las personas, al contrario de los animales, no tenemos nada ni somos nada, pero buscamos cosas y queremos convertirnos en algo. Por eso somos tan destructivos, por eso nos lastimamos incluso a nosotros mismos, por eso nos cuesta sentirnos compatibles con la naturaleza, y por eso es tan difícil cuando debemos dejar de lastimar y empezar a cuidar.

Sin embargo, existen personas a las que les cuesta más que otras, personas que casi siempre terminan abandonando a sus hijos porque no pueden siquiera cuidarse a sí mismas. Sus niños se riegan a lo ancho del mundo como si aventaras papeles desde un dirigible. Algunos caen por lugares hermosos, y otros se dejan llevar por el viento hasta los rincones más oscuros. Eso fue justo lo que les sucedió a los niños de Sonrisas Alegres, un orfanato de estilo anticuado dirigido por una señora de lentes rojos; cayeron en la desgracia.

No sería muy agradable para mí contar lo que sucedía en esa vieja casona, sin embargo, puedo asegurar que los niños odiaban a la señora de los lentes rojos tanto como ella a ellos. Se suponía que debía cuidarlos, protegerlos, tal vez hasta ofrecerles un poco del cariño que su carne original no les supo dar, pero eso nunca pasó. Nunca, nunca pasó.

Día tras día, noche tras noche, los corazones de esos pequeños comenzaron a sincronizarse al mismo odio y rencor, a la misma profunda tristeza que les cantaba por las noches. Y fue peor cuando uno de los niños amaneció muerto. Todos sabían quién era el culpable, y decidieron que pagaría tarde o temprano, pero ¿qué podían hacer ellos, un par de chiquillos huesudos que por años habían sido torturados por la señora de los lentes rojos? Tendrían que ser más inteligentes que ella, más hábiles... Desaparecerla del mundo.

Una tarde, la señora de los lentes rojos volvió a llamar a Charles, un hombre malo que todos odiaban y que vivía a unas cuadras del orfanato. Charles no tenía vergüenza alguna en divertirse directamente con los niños, pero ese día, el hombre gordo y apestoso no se quedó mucho tiempo con ellos, pasando casi todo el rato con la señora de los lentes rojos. Los pequeños decidieron en ese momento que no solo se vengarían de ella, sino que arrastrarían también a Charles.

Esos dos estaban tan despreocupados que no le tomaron importancia al hecho de que las luces comenzaron a parpadear. Después de todo esas cosas siempre sucedían, a veces se cortaba el agua, otras el refrigerador se calentaba, y una vez hasta se incendió un ventilador sin que supieran nunca por qué. Pero lo que no era común eran los golpes en el techo y en el pasillo.

—¿Y eso? –preguntó Charles.

—Ha de ser un pájaro o un pinche gato que luego se anda paseando por ahí –contestó aburrida la señora de los lentes rojos.

Se escucharon golpes más fuertes, rasguños en la vieja madera, un viento terrible se coló por las ventanas, y luego... ocurrió algo que ni la señora de los lentes rojos ni Charles pudieron olvidar.

Lo que inició como una ligera comezón, se extendió hasta su interior rasgando su carne, destruyendo sus órganos, envolviéndolos en un dolor tan insoportable que no pudieron llegar a preguntarse qué era lo que lo causaba. Mareos infernales movieron su mundo, fluidos escaparon de sus flácidos cuerpos, y Charles pudo sentir algo caliente que le recorrió la garganta hasta llegar al estómago, y que luego volvió a subir para ser tragado otra vez.

No consiguieron llorar, ni gritar, ni existió algún momento en el que pudieran ver su vida pasar frente a sus ojos, y arrepentirse de todo lo que no hicieron. Murieron sin tener la mínima sospecha de que esa tarde sería la última juntos.

Los niños contemplaron los cadáveres satisfechos ¡por fin! ¡Habían acabado con los monstruos que asesinaron a su amigo, que los habían hecho sufrir tanto tiempo!

Su felicidad era tanta que no la creyeron posible. Todo parecía perfecto, maravilloso, increíble... Hasta que se dieron cuenta.

La señora tirada en el suelo no tenía lentes rojos.

Esas personas no eran Charles ni la dueña del orfanato. Poco a poco, se dieron cuenta de que ese hombre era más bien delgado, muy joven, con el pelo negro y coloreado en las puntas, mientras que la señora vestía esos trajes elegantes que su antigua cuidadora siempre había criticado, y llevaba el pelo pintado de un color rojo intenso. No cabía duda, no eran los villanos que los habían asustado todos sus años vividos en Sonrisas Alegres. Ni siquiera sabían quiénes eran.

"¿Quiénes son estas personas?"

La desesperación los invadió lentamente hasta que horribles gritos se escucharon por toda la casa. Se revolcaron como animales heridos, se rieron sin motivo alguno y recordaron todo.

Los insultos, los golpes, lo que pasaba cada vez que Charles llegaba a esa casa infernal, y cada vez que los encerraban en esa habitación mugrienta. Lo cierto es que no aguantaron, y uno a uno, los pequeños fueron cayendo, sin poder abandonar el lugar, perdidos en un sueño en la vida real que se repetía una y otra vez, pero con personas diferentes. Se preguntaron desde cuando hacía que los villanos ganaron, y les frustró tanto que desaparecieron, pero solo esa noche, pues a la mañana siguiente todo regresaría. El rencor, las lágrimas, el deseo de vencer a los villanos.

Y es que a veces nos encerramos tanto en el odio que no podemos avanzar ni escapar, y los monstruos de nuestras pesadillas nos siguen hasta el fin del mundo, al grado de que queremos venganza cuando la leche ha estado derramada tanto tiempo que se ha secado y llenado de cucarachas. 

Palabras siniestrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora