Perdido

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Recogí el toro de papel maché del suelo y lo coloqué en una repisa alta, no fuera a ser que a los pequeños se les ocurriera jugar con él y arruinar mi trabajo. Me había esforzado demasiado en esa máscara de animal, pintándola con la delicadeza de quien borda un botón, y comprobando a cada rato que fuese lo bastante resistente y dura.

A los chiquitos les había dado por bailar el Toro del petate y querían que la figura estuviera hecha a la perfección, cayendo toda la responsabilidad, por supuesto, en mi persona.

Un poco cansado después de un largo día de trabajo, salí de la casa para disfrutar de la brisa fresca y dulce del atardecer, hasta que, a lo lejos, mis ojos divisaron una figura femenina. No sé cómo describirla con claridad, porque el recuerdo que tengo de ella es como la neblina, brumosa y cambiante, pero puedo asegurarles que era hermosa.

La seguí, encantado con cada uno de sus elegantes movimientos. Caminé mucho rato detrás de ella, sin importarme que estuviera anocheciendo, que había dejado a los pequeños solos en casa, y que me estaba acercando peligrosamente a un árbol de huizache. Y aunque avancé lo suficiente para oler su fuerte perfume, ver el amarillo de sus flores y contemplar cada una de las espinas en sus ramas, no podía detenerme.

Quizá lo peor de todo es que yo sabía quién era ella, sabía que atravesaría el obstáculo tal y como hacen los fantasmas, mientras que yo chocaría de lleno contra el árbol y avanzaría a pesar de la sangre y el dolor.

De pronto, un gato saltó delante de mí y al verlo, una especie de descarga eléctrica me despertó, tirándome al suelo. El gatito corrió veloz y ágil transformándose en un tigre, se acercó a la mujer y le gruñó de forma amenazante. Ella sonrió, y en su mirada pude leer ''como si pudieras hacerme daño''.

Satisfecha, se retiró del lugar en busca de enamorados, borrachos y casanovas.

El tigre se volvió a convertir en un gatito y me guio de regreso a casa, en donde seguro los chiquitos ya estarían haciendo de las suyas.

Al llegar, el gatito se unió a su compañero, un burrito que dormía plácidamente en una esquina.

Los pequeños juguetearon conmigo un rato, en venganza por haber salido de casa y no regresar hasta que enviaron a alguien a buscarme. En cuanto pude contarles lo que me ocurrió, fue que se molestaron con alguien más.

—¡Oh, esa mujer, tienes suerte de haber regresado sin ningún rasguño!

—Pero ¿por qué me atacó? —pregunté.

Ellos me observaron con sus profundos ojos negros, que se parecían al fondo de un mar que nunca he visto.

—Ella no solo odia a los hombres que están lejos de sus esposas, sino a aquellos que no están con sus madres ¡Ahora vete a dormir, que mañana también tienes trabajo! —y dicho esto, el montón de enanos desnudos corrieron a seguir molestando. Quien los viera pensaría que eran sólo un montón de niños sin nada extraordinario.

Y quien me viera a mí, pensaría que sólo soy un hombre común de cuarenta años, y no un niño perdido que lleva varios años sirviendo a los chaneques.

Palabras siniestrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora