XII LA PRIMERA BATALLA DE PEDRO

135 3 0
                                    

Mientras el Enano y la Bruja Blanca hablaban, a millas de distancia los Castores y los niños seguían caminando, hora tras hora, como en un hermoso sueño. Hacía ya mucho que se habían despojado  de sus abrigos. Ahora ni siquiera se detenían para exclamar "¡Allí hay un martín pescador!", "¡Miren cómo crecen las campanitas!", "¿Qué  aroma tan agradable es ése? "o "¡Escuchen a ese tordo!"... Caminaban en silencio aspirándolo todo; cruzaban terrenos abiertos a la luz y el calor del sol, y se introducían en fríos, verdes y espesos bosquecillos, para salir de nuevo a anchos espacios  cubiertos de musgo a cuyo alrededor se alzaban altos olmos muy por encima del frondoso techo; luego atravesaban densas masas de groselleros floridos  y espesos espinos blancos, cuyo dulce aroma era casi abrumador. Al igual que Edmundo, se habían sorprendido al ver que el invierno desaparecía y el bosque entero pasaba, en  pocas  horas,  de  mayo  a  octubre.  Por cierto, ni siquiera sabían (como lo sabía la Bruja) que esto era lo que debía suceder con la llegada de Aslan a Narnia. Sin embargo, todos tenían conciencia de que eran los poderes de la Bruja los  que mantenían ese invierno sin fin. Por eso cuando esta mágica primavera estalló, todos supusieron que algo había resultado mal, muy mal, en los planes  de la Bruja. Después de ver que el deshielo continuaba durante un buen tiempo, ellos se dieron cuenta de que la Bruja no podría utilizar más su trineo. Entonces ya no se apresuraron tanto y se permitieron descansos más frecuentes y algo más largos. Estaban muy cansados, por supuesto, pero no lo que yo llamo  exhaustos...; sólo lentos y soñadores, tranquilos interiormente, como se siente  uno al final de un largo día al aire libre. Sólo Susana tenía una pequeña herida en un talón. Antes, ellos se habían desviado del curso del río un poco hacia la derecha (esto significaba un poco hacia el sur) para llegar al lugar donde estaba la Mesa de Piedra. Y aunque ése no hubiera  sido el camino, no habrían podido continuar por la orilla del río una vez  que empezó el deshielo. Con toda la nieve derretida, el río se convirtió muy  pronto en un torrente —un maravilloso y rugiente torrente amarillo—, y dentro de  poco el sendero que seguían estaría inundado. Ahora que el sol estaba bajo, la luz se tornó rojiza, las sombras se alargaron y las flores comenzaron a pensar en cerrarse. —No falta mucho ya —dijo el Castor,  mientras los guiaba colina arriba, sobre un musgo profundo y elástico (lo percibían con mucho agrado bajo sus cansados pies), hacia un lugar donde crecían inmensos árboles, muy distantes entre sí. La subida, al final del día, los hizo jadear y respirar con dificultad. Justo cuando Lucía se preguntaba si realmente podría llegar a la cumbre sin otro largo descanso, se encontraron de pronto en la cima. Y esto fue lo que vieron. Estaban en un verde espacio abierto desde el cual uno podía ver el bosque que se extendía hacia abajo en todas  direcciones, hasta donde se perdía la vista..., excepto hacia el este: muy lejos, algo resplandecía y se movía. —¡Gran Dios! —cuchicheó Pedro a Susana—. ¡Es el mar! Exactamente en el centro del campo, en  lo más alto de la colina, estaba la Mesa de Piedra. Era una inmensa y áspera  losa de piedra gris, suspendida en cuatro piedras verticales. Se veía muy  antigua y estaba completamente grabada con extrañas líneas y figuras, que podían ser las letras de un idioma desconocido. Cuando uno las miraba, producían una rara sensación. En seguida vieron una bandera clavada a un costado del campo. Era una maravillosa bandera —especialmente ahora que la luz del sol poniente se retiraba de ella— cuyas orillas parecían  ser de seda color amarillo, con cordones carmesí e incrustaciones de marfil. Y más alto, en un asta, un estandarte, que mostraba un león rampante de color rojo, flameaba suavemente con la brisa que soplaba desde el lejano mar. Mientras contemplaban todo esto, escucharon a  su  derecha  un  sonido  de  música.  Se  volvieron  en  esa  dirección  y  vieron  lo  que habían venido a ver. Aslan estaba de pie en medio de una multitud de criaturas que, agrupadas en torno de él, formaban una media  luna. Había Mujeres-Árbol y MujeresVertiente (Dríades y Náyades como usualmente las llamaban en nuestro mundo) que tenían instrumentos de cuerda. Ellas eran las que habían tocado música. Había cuatro centauros grandes.  Su mitad caballo se asemejaba a los inmensos caballo ingleses de campo, y  la parte humana, a la de un gigante severo pero hermoso. También había un  unicornio,  un  toro  con  cabeza  de hombre, un pelícano, un águila y un  perro grande. Al lado de Aslan se encontraban dos leopardos: uno transportaba  su corona, y el otro, su estandarte. En cuanto a Aslan mismo, los Castores  y los niños no sabían qué  hacer o decir cuando lo vieron. La gente que no ha estado en Narnia piensa a veces que una cosa no puede ser buena y terrible al mismo tiempo. Y si los niños alguna vez pensaron así, ahora fueron sacados de su  error. Porque cuando trataron de mirar la cara de Aslan, sólo pudieron vislumbrar una melena dorada y unos ojos inmensos, majestuosos, solemnes e irresistibles. Se dieron cuenta de que eran incapaces de mirarlo.
—Adelante —dijo el Castor. —No —susurró Pedro—. Usted primero. —No, los Hijos de Adán antes que los animales. —Susana —murmuró Pedro—. ¿Y tú? Las señoritas primero. —No, tú eres el mayor. Y mientras más demoraban en decidirse, más incómodos se sentían. Por fin Pedro se dio cuenta de que esto le  correspondía a él. Sacó su espada y la levantó para saludar. —Vengan —dijo a los demás—. Todos juntos. Avanzó hacia el León y dijo: —Hemos venido..., Aslan. —Bien venido, Pedro, Hijo de Adán  —dijo Aslan—. Bien venidas, Susana y Lucía. Bien venidos, El-Castor y Ella-Castor. Su voz era rica y profunda y de algún  modo les quitó la angustia. Ahora se sentían contentos y tranquilos y no les incomodaba quedarse inmóviles sin decir nada. —¿Dónde está el cuarto? —preguntó Aslan. —El ha tratado de traicionar a sus hermanos y de unirse a la Bruja Blanca, ¡oh Aslan! —dijo el Castor. Entonces algo hizo a Pedro decir: —En parte fue por mi culpa, Aslan.  Yo estaba enojado con él  y pienso que eso lo impulsó en un camino equivocado. Aslan no dijo nada; ni para excusar a  Pedro ni para culparlo. Solamente lo miró con sus grandes ojos dorados. A  todos les pareció que no había más que decir. —Por favor..., Aslan —dijo Lucía—. ¿Hay algo que se pueda hacer para salvar a Edmundo? —Se hará todo lo que se pueda —dijo Aslan—. Pero es posible que resulte más difícil de lo que ustedes piensan. Luego se quedó nuevamente en silencio por algunos momentos. Hasta entonces, Lucía había pensado cuan majestuosa, fuerte y pacífica parecía su cara. Ahora, de pronto, se le ocurrió que  también se veía triste. Pero, al minuto siguiente, esa expresión había desaparecido. El León sacudió su melena, golpeó sus garras (“¡Terribles garras —pensó  Lucía—  si  él  no  supiera  como suavizarlas!"), y dijo: —Mientras tanto, que el banquete sea preparado. Señoras, lleven a las Hijas de Eva al Pabellón y provéanlas de lo necesario. Cuando las niñas se fueron, Aslan posó su garra —y a pesar de que lo hacía con suavidad, era muy pesada— en el hombro de Pedro y dijo: —Ven, Hijo de Adán, y te mostraré  a  la distancia el castillo donde serás Rey.

Con su espada todavía en la mano, Pedro siguió al León hacia la orilla oeste de la cumbre de la colina, y una  hermosa vista se presentó ante sus ojos. El sol se ponía a sus espaldas, lo cual  significaba que ante ellos todo el país estaba envuelto en la luz del atardecer..., bosques, colinas y valles alrededor del gran río que ondulaba como una serpiente de plata. Más allá, millas más lejos, estaba el mar, y entre el cielo y el mar, cientos de nubes que con los reflejos del sol poniente adquirían un maravilloso color rosa. Justo en el lugar en que la tierra de Narnia se encontraba con el  mar  —en  la  boca  del  gran  río—  había algo que brillaba en una pequeña colina.  Brillaba porque era un castillo y, por supuesto, la luz del sol se reflejaba en  todas las ventanas que miraban hacia el poniente, donde se encontraba Pedro.  A éste le pareció más bien una gran estrella que descansaba en la playa. —Eso, ¡oh Hombre! —dijo Aslan—, es el  castillo de Cair Paravel con sus cuatro tronos, en uno de los cuales  tú deberás sentarte como Rey. Te lo muestro porque eres el primogénito y  serás el Rey Supremo sobre todos los demás. Una vez más, Pedro no dijo nada.  Luego un ruido extraño interrumpió súbitamente el silencio. Era como una corneta de caza, pero más dulce. —Es el cuerno de tu hermana —dijo  Aslan a Pedro en voz baja, tan baja que era casi un ronroneo, si no es falta de respeto pensar que un león pueda ronronear. Por un instante Pedro no entendió.  Pero en ese momento vio avanzar a todas las otras criaturas y oyó que Aslan decía agitando su garra: —¡Atrás! ¡Dejen que el Príncipe gane su espuela! Entonces comprendió y corrió tan rápido como le fue posible hacia el pabellón. Allí se enfrentó a una visión espantosa. Las Náyades y Dríades huían en todas direcciones. Lucía corrió hacia él tan veloz como sus cortas piernas se lo  permitieron, con el rostro blanco como un papel. Después vio a Susana saltar y  colgarse  de  un  árbol,  perseguida  por una enorme bestia gris. Pedro creyó en  un comienzo que era un oso. Luego le pareció un perro alsaciano, aunque era  demasiado grande... Por fin se dio cuenta de que era un lobo..., un lobo parado  en sus patas traseras con sus garras delanteras apoyadas contra el tronco del árbol, aullando y mordiendo. Todo el pelo de su lomo estaba erizado. Susana  no había logrado subir más arriba de la segunda rama. Una de sus piernas colgaba hacia abajo y su pie estaba a sólo centímetros de aquellos dientes que  amenazaban con morder. Pedro se preguntaba por qué  ella no subía más o,  al  menos,  no  se  afirmaba  mejor, cuando cayó en la cuenta de que estaba a punto de desmayarse, y sí se desmayaba, caería al suelo. Pedro no se sentía muy valiente; en realidad se sentía enfermo. Pero esto no cambiaba en nada lo que tenía que  hacer. Se abalanzó derecho contra el
monstruo y, con su espada, le asestó una estocada en el costado. El golpe no alcanzó al Lobo. Rápido como un rayo, éste se volvió con los ojos llameantes y su  enorme  boca  abierta  en  un  rugido  de  furia.  Si  no  hubiera  estado  cegado  por la rabia, que sólo le permitía rugir, se habría lanzado directo a la garganta de su enemigo. Por eso fue que —aunque todo  sucedió demasiado rápido para que él lo alcanzara a pensar— Pedro tuvo el tiempo preciso para bajar la cabeza y enterrar su espada, tan fuertemente como pudo, entre las dos patas delanteras de la bestia, directo en su corazón. Entonces sobrevino un instante de horrible confusión, como una pesadilla. El daba un  tirón tras otro a su espada y el Lobo no parecía ni vivo ni muerto. Los dientes del animal se encontraban junto a la frente de Pedro y alrededor de él  todo  era pelo, sangre y calor. Un momento después descubrió que el monstruo estaba  muerto y que él  ya había retirado su espada. Se enderezó y enjugó el sudor de  su cara y de sus ojos. Sintió que lo invadía un cansancio mortal. En un instante Susana bajó del árbol. Ella y Pedro estaban trémulos cuando se encontraron frente a frente.  Y no voy a decir que no hubo besos y llantos de parte de ambos. Pero en Narnia nadie piensa nada malo por eso. —¡Rápido! ¡Rápido! —gritó Aslan—. ¡Centauros, Águilas! Veo otro lobo en los matorrales. ¡Ahí, detrás! Ahora se  ha dado vuelta. ¡Síganlo todos! El irá donde su ama. Ahora es la oportunidad  de encontrar a la Bruja y rescatar al cuarto Hijo de Adán. Instantáneamente, con un fuerte ruido de cascos y un batir de alas, una docena o más de veloces criaturas desaparecieron en la creciente oscuridad. Pedro, aún sin aliento, se dio vuelta y se encontró con Aslan a su lado. —Has olvidado limpiar tu espada —dijo Aslan. Era verdad. Pedro enrojeció cuando miró la brillante hoja y la vio toda manchada con la sangre y el pelo del Lobo. Se agachó y la restregó y la limpió en el pasto; luego la frotó y la secó en su chaqueta. —Dámela y arrodíllate, Hijo de Adán  —dijo Aslan. Cuando Pedro lo hubo hecho, lo tocó con la hoja y añadió—: Levántate, Señor Pedro FenrisBane. Pase lo que pase, nunca olvides limpiar tu espada.

Las crónicas de narnia: el leon la bruja y el roperoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora