Las casualidades no existen.

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Era un polígono industrial lleno de tiendas que parecía abandonado.

Estabamos allí, los dos solos, dentro del viejo Ford de segunda mano que me había regalado por mi cumpleaños y a nuestro alrededor no se escuchaba nada. Como si el mundo se hubiera exterminado y fuéramos los únicos supervivientes.

Mi padre giró la llave desde el asiento del copiloto y el motor comenzó  a rugir.

Pisé el embargue hasta el fondo con el pie izquierdo, introduje la primera marcha y fui cambiando paulativamente la presión del pie izquierdo al derecho, bajo el  cual se encontraba el acelerador. El coche se puso en movimiento; comencé a circular despacio por las calles de aquel desértico polígono industrial.

El sonido de los neumáticos posando el asfalto me recordaba al de una sartén  cocinando un plato a fuego lento.

Abandonamos despacio la zona poblada de naves industriales y salimos a la calle principal, una avenida ancha por la que circulaban autos, en ambas direcciones.

Estaba tenso, con los músculos contraídos, y los brazos estirados, agarrando el volante con toda la fuerza que mis manos me permitían.

-Relájate –guión-, tienes que conducir más relajado. Intenta fijarte en los demás coches, en la gente que hay en nuestro alrededor, en los comercios… No puedes pasarte todo el trayecto mirando al frente sin parpadear.

Apreté los dientes, tragué saliva e intenté seguir su consejo. Vi un todoterreno de fabricación coreana, conducido por una mujer con dos niños en el asiento trasero, parecían llevarlas a la escuela.

Una furgoneta con una leyenda publicitaria escrita en el lateral. Un Renault Megane verde conducido por un jubilado que fumaba un cigarrido y un Opel Vectra blanco con el faro derecho roto, conducido por una mujer que tapaba sus ojos con unas enormes gafas de sol.

Después observé a la gente, que caminaba por las aceras. Una adolescente que paseaba un perro luciendo la camiseta de su equipo preferido, dos niñas vestidas de uniforme que se dirigían a la escuela. Un repartidor de supermercado con un carro lleno de patatas, fruta y verdura…

Por último contemplé de reojo, los comercios que íbamos dejando atrás: Una casa de loterías y apuestas en la que no había nadie, una pequeña pescadería en la que un dependiente canoso colocaba la mercancía para después cubrirla con hielo, un hielo que sacaba con sus propias manos de un cubo de plástico, también ví justo en la esquina del último cruce por el que pasamos antes de girar a la derecha para regresar al polígono industrial, una floristería que todavía no había abierto.

Las casualidades no existen.

Needless Time |Larry Stylinson|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora