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¿Hazel? —me preguntó la doctora María al ver que no le prestaba atención.
   —¿Sí?
   —¿Comprendes lo que está pasando?
   —Sí.
   —Hazel, queremos ofrecerte todo el apoyo que está a nuestra disposición, pero tu tratamiento...
   Volví a perderme, fingiendo que le prestaba atención. No se puede hacer mucho, ni pensar en muchas otras cosas cuando alguien te dice que el Phalanxifor ya no funciona, y que, básicamente, estás esperando el tan anhelado día por cada enfermo terminal.
   Quisiera decir que aquello me preocupaba porque quería tener una vida para mí. Crecer, graduarme de la universidad, conseguir un empleo, dejar de molestar a mis padres y reponerme, para que todos pudiéramos ser felices de nuevo; como siempre debimos serlo. Pero no era así. No quería una vida para mí ni hacer todas esas cosas que me distraerían de mi realidad: sería una chica muerta en poco tiempo.
   Todo lo que quería era dejar el tratamiento, quitarme de encima a Philip y respirar como humana una última vez. Y al parecer, por fin tenía permiso médico para hacerlo.
   —¿Quieres estar a solas con tus padres? —me preguntó de nuevo la doctora. Mis padres estaban más desconsolados que yo, si se puede decir que lo estaba de alguna manera.
   —Claro —le respondí con una leve sonrisa.
   Habían pasado diez meses desde la muerte de Augustus. En mi casa, ya nadie hablaba sobre el tema. Era como si hubieran asumido que la herida se cerró y desapareció, como una simple cortada o raspadura que nos hacíamos jugando cuando éramos niños. Así que intenté asumirlo también, pero no pude hacerlo. Nunca pude. Incluso Kaytlin lo había dado por hecho, aunque no esperaba menos de ella.
   Isaac era el único con el que hablaba sobre Augustus. Y sé que me comprendía, porque nadie hablaba sobre Mónica con él. Ya todos habían dado por sentado que la chica era cosa del pasado y que el tiempo lo curó del todo. Incluso yo. Y lo mismo me sucedía. Sólo faltaba que Isaac también dejara de hablar sobre él, pero ambos sabíamos que no sucedería. Al menos no mientras uno de los dos viviera, lo cual no iba a durar mucho.
   —Cariño, lo sentimos tanto —comenzó mi madre, con la misma clase de llanto que dejó salir cuando me dijo que podía irme.
   —Mamá, papá; los tres sabíamos que este día llegaría. Sólo estábamos retrasando mi inevitable... —y fue ahí cuando me tuve que detener para remprimir las palabras «explosión» y «fragmentación», de mi mente. No quería volver a lo de la granada. Al final, mis padres no merecían palabras así. Y menos en ese instante—. Partida —finalmente dije.
   —Cariño, estamos muy orgullosos de ti. Luchaste y luchaste desde que eras tan pequeña... No creemos que exista una hija más valiente que tú.
   —Ni más cara, porque vaya que le di con todo a su fondo de ahorros.
   Ambos soltaron una leve risa. Pero no intentaba ser sarcástica en ese momento.
   —¿Quiéres ir a casa?
   —¿Tenemos opción?
   —Puedes quedarte aquí y esperarnos como cuando eras niña.
   —Vamos a casa.

Cuando entré a mi habitación, lo primero que hice fue llamar a Isaac. El chico se había dejado la barba desde que cumplió dieciocho, lo que lo hacía ver como musulmán a punto de estallar.
   —Hazel La Del Grupo De Apoyo, ¿cómo estás? —me respondió desde el otro lado. Escuché cuando dio el comando para poner pausa en Contrainsurgencia 2.
   —Hola, Barba Ciega. Estoy enferma, como siempre. Gracias por preguntar. ¿Qué hay en el mundo de la perpetua oscuridad?
   —Perpetuas clases de lectura en braile y de cómo usar bastón para caminar por la calle. Quizá me compren un perro lasarillo para navidad, o le roben un reno a santa y lo hagan pasar por perro. Es decir, no notaré la diferencia. ¿Qué hay en el mundo del constante Phalanxifor y los constantes tanques que te hacen un blanco explosivo para cualquiera que te dispare?
   Quise tomar tanto aire como mis cada-vez-más-débiles pulmones me lo permitieron para responder, pero esa vez, el cerebro les decía lo mismo que ellos le decían a él: «se acabó, chicos. Pueden descansar.»
   —Ya no hay Phalanxifor —respondí—. Acabo de llegar del hospital. Los doctores me dijeron que no puedo seguir con el tratamiento porque ya no está teniendo efecto. Un bello modo para decir que por fin terminaremos con esta constante vida de oxigenación artificial.
   —Ay, Hazel, yo...
   —No hace falta.
   —Yo lo sabía. Ahora, debo cobrar los diez dólares de la apuesta con mi madre —dijo riendo desde el otro lado de la línea. Reí junto con él, pero después de unos segundos, se puso serio y comencé a escuchar cómo daba pequeños suspiros, intentando contener sollozos—. ¿Cuánto tiempo te dieron?
   —No me dijeron. Pero no creo que sea mucho, Isaac. Ya he vivido una vida así; ¿qué más da cuánto me quede?
   —Te voy a extrañar mucho, Hazel. Te voy a extrañar casi tanto como extrañé a Mónica.
   —¿Sigues pensando en ella?
   —¿Sigues pensando en Augustus?
   —Cada día.
   —Cada día —repitió.
   —Pues espero que no te hagas pajas mentales pensando en mí.
   —Estoy ciego —respondió recobrándose un poco—. No manco.

Bajo La Misma Estrella: El FinalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora