Años atrás vivía una numerosa familia donde los hombres predominaban y las mujeres dominaban. Feministas a morir y los hombres aferrándose a lo poco que les queda de su machismo. las tres hermanas eran guapísimas, piel firme, ojos como la miel y sonrisa arrebatadora. Envidiadas por aparentar una edad que no tenían sin ayuda del bisturí o costosos tratamientos. Belleza auténtica. Mujeres como ellas andaban en boca de todos no sólo por la belleza que las distinguía sino por todos aquellos corazones rotos que quedaron cicatrizados por los desprecios de estas mujeres. Sí, hermosas y frías semejantes al invierno. Claro que si andaban por el mundo con tanta indiferencia era porque en el fondo albergaban un inmenso amor que se habían negado a dar por cobardes o por hacerse las valientes.

Azucena creció viendo a su madre, Amalia, perder al gran amor de su vida paulatinamente, y por consecuencia no volverse a enamorar. Creció intrigada por saber de la vida amorosa de su tía las mas pequeña, Adelaida, que aguardaba sus sentimientos bajo llave y por nada del mundo los dejaba asomarse a los ojos, aunque la hicieran perder la razón. 

Creció escuchando a Artemisa, la más grande de las tres, decir:

-Yo creo que me voy a morir sin saber lo que es enamorarse.

Escucharla la deprimía. ¿Ese era el destino que le esperaba? Pero enseguida se recuperaba cuando la rabia le brotaba al escuchar a su amada abuela, Agustina, decir con tantísima pena que las mujeres no valían sino tenía a un hombre a su lado. Seguía arraigada a ese pensamiento aún después de que su difunto marido la sobajara cientos de veces y cientos de veces lo engañara.

Las tres fingían odia el amor. Ninguna tenía como prioridad perder el valioso tiempo para ir a buscarlo. Preferían perder el tiempo en hablar de él. Simulaban odiarlo porque en realidad les dolía hablar del amor. De su amor. De la Paloma Negra que todavía no eran capaz de ir a buscarla. No se trataba de un amor que les dio la vida imposible al romperles el corazón. Se trataba de un amor que no se atrevieron a amar y que ahora dicen odiarlos, cuando la verdad es que son ellas las que se odian por no tener ese amor que no pueden siquiera nombrarlo. Por eso es que tenían café y galletitas a la mano, para tragárselas junto con el enorme nudo en la garganta. 

Artemisa solía recostarse en su cama imaginando como seria su vida si hubiese sido más valiente para hacer lo que siempre le gustó; bailar por las noches, liarse con el mejor bailarín de lugar, hacer el amor y amar hasta desfragmentarse.

Adelaida constantemente pensaba en ese amor que perdió, del cual se negaba a hablar rotundamente, así que mejor leía y releía Arráncame la vida de Ángeles Mastretta o cantaba Paloma Negra de Lola Beltrán.

Amalia se conformaba con verlo los fines de semana cuando pasaba a recoger a su hijo. Azucena se detenía a analizar en cómo le era posible a su madre esquivar las emociones en el momento en que él se recargaba en el marco de la puerta. Probablemente aquellas emociones que enfrascaba por orgullo las enviaba en la comida que le preparaba sólo por parecer amable. Pero si bien dicen por ahí que a los hombres se les conquista por el estómago.

Agustina era muy solidaria con sus hijas. Sentía con ellas el dolor de amargo vacío y sin que nadie se diera cuenta, la vieja Agustina rezaba por las noches para que dejaran de lado el orgullo y los pormenores y por encima de todo, rezaba por su hija Amalia para que volviera con el amor de su vida de una vez por todas.

Azucena creía fielmente que la lluvia tenía el poder de desatar nudos que los sentimientos reprimidos te creaban en el alma. Pareciera que empeora, pero te libera. Lo comprobó un día que su madre y a ella las tomó por sorpresa el aguacero y fueron a refugiarse frente a la casa del individuo por el que Amalia suspiraba.

-Dime algo-le pidió Azucena-con toda sinceridad del mundo. ¿Todavía lo quieres?

-Sí-respondió sin dudar.

Podrán ser supersticiones de Azucena, pero si la lluvia no hubiese estado presente, la respuesta de Amalia hubiese sido no.

Azucena consideró en rezar por las noches junto a su abuela.

 Y justo al día siguiente, mientras Azucena leía los horóscopos, especificaba en el signo zodiacal de Amalia y el sujeto, que un amor del pasado volvería para quedarse.

-¡Animas benditas del Santo Purgatorio! Dios te oiga, Azucena, Dios te oiga-exclamó Agustina mirando al cielo. Amalia blanqueó los ojos y por dentro ella también quería que Dios la escuchara.

De ahí en mas, Adelaida se limitaba a hablar sobre sus idilios. Artemisa ofendía a todos los hombres con los que salía (que eran pocos). 

-Ojalá y en mi horóscopo dijera que un amor también va a volver.

-¿Y por qué no vuelve con el novio que acaba de dejar?-le preguntó Azucena.

-¿Estás loca?-rebuznó- Yo no voy a doblar las manitas por ningún cabrón.

Azucena no logró comprender el verdadero significado del deseo de su tía.



Lamentablemente a todas las mujeres de esa familia les llegaba su Paloma Negra. Azucena no sería la excepción. Se negaba llamarlo amor lo que conservaba en el pecho para una ocasión y persona ideal, hecha a la medida, sólo por lo patético que suena llamarlo "amor". Pero lo es, lo era y lo fue. Importaba poco que lo usara de abrigo así como de su tapete. Daba igual el numero de rechazos, humillaciones y que le arrebatara las tres gotitas de dignidad que él todavía guardaba por si acaso. Poco importaba, él siempre volvía. Esos ojos de gata que Azucena llevaba, persuadían al pobre individuo a quedarse, independientemente de que Azucena se quedara o no. La idea esa de que en la vida hallaría a alguien con esa altivez, se le incrustaba en la cabeza.

Para esas mujeres no era fácil tener de vuelta a cualquier desventura del pasado se encontraran casados, con hijos y esposas perfectas. Desgraciadamente las intenciones eran efímeras, buenas pero efímeras.

Azucena no dejaba pasar la oportunidad para hacerlo sentir culpable en la mínima falta.

-Te he dado mucho más atención de la que te mereces-le dijo él en defensa con los ojos cristalizados.

De vez en cuando, Azucena se permitía sentir culpa e iba pidiéndole perdón una y otra vez. en esos bellos instantes que él sentía valorado y con la esperanza de que todo mejoraría y por fin Azucena lo amaría.

No todo era color de rosa. Si Azucena se mostraba arrepentida no sería para prometerle un cambio.

-No necesitas a alguien tan complicado a tu lado.

-¡¿De qué hablas?!-se sobresaltó.

-Apuesto a que puedes amar a otras mujeres. Yo sólo te estoy condenando.

-No, no, no, no-balbuceó por un rato con las manos en la cabeza-otra vez con lo mismo, Azucena. ¿Hasta cuando vas a dejar esa idea?

Él se negó. No amaría a otra mujer que no llevara esos ojos caóticos. No amaría a otra mujer que no desprendiera ese aroma a peligro. Pero Azucena fue firme en su decisión como muchas veces antes. Puede que al principio pareciera tratarse de otro intento fallido, similares a los que incontablemente sucedieron en el pasado y que a decir  verdad, Azucena se limpiaba el sudor de la frente aliviada de que sólo se tratara de un fracaso.

No, Azucena no quería que él se fuera de su lado. Al igual que él, ella lo intentaba, pero ninguno de los dos lo intentaba suficiente para alejarse. Azucena diría que ese hombre volvía y volvía las veces que Azucena quería, pero ella también volvía.

Uno de esos días, Azucena se esfumó. No se trataba de una primera vez, sin embargo, si se trataba de una primera vez que él ya no la fue a buscar ni esa noche, ninguna otra noche.


Paloma NegraWhere stories live. Discover now