A veces, solo a veces, me da por mirar atrás. Es casi un acto reflejo. Me pasean por la cabeza aquellas tardes en un bosque perdido de Canadá, con En la carretera haciendo de parasol mientras los rayos de luz se filtraban entre las hojas de arce. A veces, solo a veces, recuerdo aquella visión lejana de Salt Lake City, o los gritos acelerados de Dexter y Emily conforme pasábamos la frontera con México. Fue un año arduo, intenso, y con todos sus altibajos; pero ante todo fue un año en el que el mundo cambió tan solo un poco más rápido de lo que cambiamos nosotros.
Todo empezó en San Francisco, el dos de marzo de 1963. Imaginad a un recién graduado de la universidad de Stanford con ansias de descubrirlo todo a su alrededor cuando en realidad ni siquiera se conoce a sí mismo. Ponedle el nombre de Ernesto Leckwith. Ponedle veinticuatro años. Y bien, ahí me tenéis. Solo, en un bar destartalado y con la compañía de Aullido de Allen Ginsberg y un cigarro consumiéndose entre mis labios. Por aquel entonces era un recién graduado de Periodismo que había decidido tomarse un tiempo antes de asentarse trabajando en el Boston Herald o el Washington Post como tanto habría gustado a mi padre.
Mi familia siempre fue algo curioso. Mi padre, católico y de abuelos galeses, era probablemente uno de los juristas más importantes de la capital del país; mi madre, una mujer española que había salido de una adolescencia en la República de Azaña para entrar en un Nueva York plagado de inmigrantes que huían del nazismo y los fascismos ascendientes en Europa. De ahí mi nombre y la rimbombancia de mi apellido con él: soy el resultado de la mezcla del Mediterráneo y del Mar del Norte, el fruto de una unión de dos Europas infaliblemente contrapuestas en un país en el que idónea y ocasionalmente cada persona venía de un lugar distinto. Solo había que mirar a nuestro presidente: un irlandés católico que había suscitado dudas y malas caras de la mayoría protestante. Algunos bromeaban con que tal vez el próximo presidente fuese negro o hispano, aunque realmente si uno lo mira a fecha de hoy no iban tan mal encaminados.
Yo me había ido a San Francisco porque no soportaba Washington. Pensé en Nueva York, aunque era demasiado cercano a todo aquello que me había rodeado durante los primeros años de mi vida. No, si me marchaba debía de ser a un lugar bien lejano donde poder empezar de cero. Siempre había odiado la política, la economía, la diplomacia difuminada en ostentosas fiestas y cócteles de escándalo. Yo no era mi padre, ni mucho menos: era un hijo de la Segunda Guerra Mundial, hermano de las bombas atómicas y de la explosión de las drogas; quería explorar, quería vivir, quería hablar: quería sentirlo todo lo más rápido posible antes de que se desvaneciese. No quería caer en lo que fue la vida de mis padres, quería llegar a ser alguien. Alguien grande.
Y, por supuesto, deambular por San Francisco durante los primeros meses de 1963 fue lo mejor que se me ocurrió.
La primera vez que vi a Emily Hicox fue en aquel bar, sentada en la barra con una cerveza en la mano. Iba con un muchacho bastante más alto que ella, de pelo revuelto y una barba reciente adornándole la cara. Eran una pareja extraña, aunque en aquel momento mi visión no iba más allá del vaso de ron que descansaba junto a mi mano. Fueron ellos los que, con una sutileza casi excepcional, dieron el primer paso hacia lo que se convertiría en una amistad que nos condicionaría durante el resto de nuestras vidas.
—Amigo, ¿tienes fuego?
Alcé la vista y por primera vez en mi vida mis ojos se encontraron con los de Dexter Flannery. Lo primero que me llamó la atención de la forma en la que me miraba fueron las ligeras ojeras que rodeaban sus ojos oscuros. No parecía mayor que yo; uno o dos años a lo sumo. Sin embargo, parecía que llevase días sin dormir. Tenía una expresión perezosa, como de letargo: una sonrisa medio cansada, medio aburrida, y unas cejas bajas que denotaban falta de sueño.
—¿Amigo?
Yo no entendía por qué me llamaba así si no nos habíamos visto en la vida. Pero, de una forma u otra, me inspiraba confianza.
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Aullidos
AdventureA veces, solo a veces, hace falta escapar. Otras, cambiar todo por completo. Aún a día de hoy no sé explicar bien qué supuso aquel año de 1963 en mi vida: lo único que sé decir con certeza es que, entre viaje y viaje por carreteras americanas, mi vi...