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Arturo se preparó para ir a la gala, mientras la gente enviada por los Masones llevaba la comida terminada hasta el salón donde sería la cena. Su amigo le había deseado suerte y se había marchado, porque estaba ocupado con un concurso propio y necesitaba tiempo para pensar qué iba a hacer.

El chico pelirrojo se bañó, se vistió con su ropa más elegante, y se peinó recogiendo su largo cabello detrás de la nuca. Todo estaba perfecto, excepto algo...

Durante el camino hacía el salón, Arturo sentía algo extraño, una especie de presentimiento. No creía en cosas así, sin embargo, sentía una ansiedad terrible, como si algo faltara. Repasó mentalmente las cosas que había preparado para la cena, pero ninguna parecía tener falta o estar mal. Tal vez sólo eran los nervios por presentar su comida ante un selecto grupo de hombres bastante importantes. Tal vez eso era...

Sus manos frías siguieron así hasta que el taxi llegó hasta el lugar del evento, donde ya se escuchaba la música y la gente iba entrando, con su ropa de gala, saludándose y sonriendo. Hombres con lustrosos trajes, mandiles blancos en la cintura y guantes, y sus esposas, de hermosos vestidos de noche, de colores tan variados como el arcoíris.

El arcoíris, dijo para sí Arturo, como absorto en sus pensamientos. Daba igual, aún estaba bastante nervioso. Le pagó al taxista y se encaminó hasta la entrada del salón. Ahí, en la puerta, estaba su anfitrión, un hombre de edad media, con una enorme barriga y cabello canoso, exhibiendo una sonrisa apacible cuando todos sus invitados pasaban por la puerta. Pero al ver a Arturo acercarse, se emocionó más de la cuenta.

-¡Maravilloso muchacho, maravilloso! ¿Cómo te trata la vida?-, dijo el hombre, acercándose al muchacho y saludándolo con bastante fuerza.

-Bien, gracias, señor. ¿Llegó bien la comida?-, dijo Arturo, sonriendo discretamente.

-Claro que sí. La gente del salón ya está lista para servirla en cuanto los invitados se hayan instalado. Quiero que me acompañes...

Los dos entraron en el recinto, donde ya muchos de los invitados iban ocupando sus lugares en mesas redondas bastante amplias, con manteles inmaculados de color blanco y sillas adornadas con listones. El hombre iba presentando a Arturo con sus amigos más cercanos, presumiendo de sus dotes culinarias y bromeando un poco. Arturo sólo podía sonrojarse y seguir sonriendo.

Llegaron hasta la mesa principal, que estaba un poco más arriba que las demás, al fondo del salón, cubierta con un mantel de color negro y detalles en rojo. No había mucha gente ahí.

-Aún estamos esperando al Gran Maestre de la Logia, espero no tarde...

-¿No usted era el Gran Maestre?-, preguntó Arturo, algo confundido. Siempre había pensado que aquel hombre, de facciones amistosas y poco convencionales para un Masón era el manda más.

-No, claro que no... En realidad soy su segundo, su mano derecha por decirlo así. Me tocó la organización de este evento, y la verdad parece que todo ha salido a pedir de boca. ¡Ah, claro, un detalle!-, dijo el hombre, algo sorprendido. Arturo lo notó, pero no preguntó nada. –Lo siento, tendré que dejarte un momento por aquí. Instálate en tu mesa, la silla tiene tu nombre, tengo que ir a arreglar algunas cosas pendientes-.

El hombre sonrió, y caminó directamente hasta la cocina, dónde seguramente estarían guardando la comida que Arturo había preparado. Él se encaminó hasta las mesas de un rincón cercano a la mesa principal, y lo instalaron en su sitio, con otras personas que él no conocía.

Pasados unos minutos, Arturo notó que había jaleo en la entrada del salón. Alguien muy importante estaba entrando. Era el Gran Maestre, un hombre delgado, bastante alto, con rostro severo, enmarcado con un gran bigote. Llevaba el traje negro más impecable que el muchacho jamás hubiese visto, y unos guantes que casi llegaban al codo, con un mandil aún más adornado que el de sus cofrades de la Logia. Todos los miembros se acercaron, discretamente, para saludar a su Maestro, y este les devolvía el saludo con aquel rostro impasible y la mirada siempre fija en el rostro de quien le hablaba, dedicándoles a veces unas palabras que Arturo no alcanzaba a distinguir.

Las cosas que no se dicen (Las cosas que se dicen)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora