La tortura de Edgar Allan Poe

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Es de noche cuando el auto se descompone en aquella solitaria carretera.

Estás solo.

Intentas pedir ayuda con el teléfono celular pero te percatas que no hay señal. "Carajo —dices golpeando el volante—, casi nunca hay señal aquí en Tepoztlán". Quieres salir y levantar el cofre pero no sabes nada de mecánica. La impotencia aumenta cuando tus constantes intentos por encender el coche son en vano.

Respiras profundo.

No transcurre mucho tiempo cuando ves que un tipo con playera de cuello alto y un par de guantes negros se acerca a ti. En cuanto llega te dice algo pero, al tener la ventanilla cerrada, no lo escuchas con claridad. Piensas más de dos veces en abrirla. Finalmente lo haces.

—¿Se le ofrece algo? —te pregunta.

—Sí, mi auto no enciende.

—Si gusta le presto mi teléfono. Vivo en aquella casa —señala hacia la mitad del campo, donde una luz es lo único visible en la penumbra.

¿Ir o no ir? ¿Aceptar la ayuda o rechazarla?

—Sí, agradeceré mucho su ayuda —respondes mientras bajas del auto.

—No tiene nada que agradecer —te da una palmadita en la espalda—, uno nunca sabe cuándo se le puede ofrecer algo.

Se encaminan a través del campo por el cual avanzas con dificultad y casi a ciegas, trastabillando en varias ocasiones. Cuando entras en la casa, lo primero que observas es un montón de papeles sobre la mesa, las sillas y los sillones.

—Es inevitable —te dice—, soy escritor. Seguro ha leído mis libros, o al menos sabe de mi existencia —cierra la puerta.

—Ah... no creo —respondes—. No estoy familiarizado con los escritores jóvenes.

—¿Jóvenes? —suelta una risotada—. No, no, yo soy más viejo de lo que se imagina, soy un escritor legendario. Soy Edgar Allan Poe.

—¿...?

—Sé que le parece imposible pero resulta que esta cabeza no es mía. Permítame explicarle. Cuando estuve muy enfermo, un doctor me sugirió cambiármela, pero eso sí, por una cabeza joven para que los pensamientos y la vitalidad fortalecieran el cuerpo enfermo: «Señor Poe —me dijo aquel médico—, le recomiendo cambiársela cada temporada, ya que una vez puesta, esta envejece con el cuerpo. ¡Recuerde, siempre una cabeza joven! Sin embargo, señor Poe, como ya no estaré vivo cuando eso sea necesario, lo recomendaré con mi sucesor. Es un jovencito que resultó ser más hábil que yo para desprender y colocar cabezas gracias a la práctica que ha adquirido desde niño en la carnicería de su padre». Cuando escuché ese comentario pensé más de dos veces en someterme a dicha locura, pero era tal mi enfermedad que sólo me quedaba arriesgar o morir. Así empecé una nueva vida.

—¿Y dónde se consiguen cabezas con tanta facilidad? —preguntas en tono burlón.

—En el bazar de las cabezas, por supuesto.

—En el bazar de las... "Qué tipo tan loco", piensas.

—En mi país —te sigue diciendo— estaba uno de los más grandes y concurridos bazares del mundo. Ahí me hicieron mis tres primeros cambios, pero cuando llegué a México tras enamorarme de una mexicana, María Dolores, quien nunca repudió mi cuerpo anciano con cabeza de joven, descubrí que aquí en Tepoztlán también hay un gran bazar. No olvido el impacto que sentí cuando miré decenas de cabezas colgando, arremolinadas, en las cuatro paredes. No estoy seguro si en mi país era igual, en aquel siglo llegué en condiciones que en lo último que podía confiar era en mi memoria. Claro, eso era cuando tenía mi cabeza, porque cuando salí con la cabeza nueva la memoria ya no me fallaba. Recuerdo muy bien que al levantarme vi mi cabeza sobre una charola quirúrgica. De inmediato quité la vista, pagué y me apresuré a salir de ahí. Pero bueno, volviendo al bazar de aquí, la primera vez que fui estaba a puerta cerrada, sin ningún letrero. Toqué.

La tortura de Edgar Allan PoeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora