Cuando mi padre se marchó, solo estuvimos un mes en casa. Tras duras persecuciones, noches de llanto y desesperación, mi madre decidió que fuéramos a vivir con mis abuelos, donde pudimos habitar por unos meses. Mi abuelo nos defendió en toda oportunidad, y cuando ya no pudimos estar con ellos por obvias razones, migramos a casa de mi tío. En su hogar, se reiteró la situación, y allí nos trasladamos a Buenos Aires, lugar que abitamos por un mes, hasta que mi abuelo fue a buscarnos. En el transcurso de todas las decisiones que tomó Érica, una fue que fuéramos con papá, a vivir en Alabama.
Armábamos maletas, toda mi familia lloraba, tal vez era tristeza, tal vez la impotencia que producía no poder hacer nada por ello, tal vez la rabia de no entender las cosas, tal vez en dolor que iba a producir la distancia. Cada corazón sentía algo distinto, pero algo teníamos todos en común, queríamos una escena distinta, que nada de lo que pasó hubiese ocurrido, que fuera una hipotética pesadilla de la que despertaríamos pronto, pero no lo era. Nos estábamos yendo, y mi papá ya lo había hecho. Este era el comienzo de la caída en mi familia; pedazo a pedazo comenzaba el proceso.
Con tres años y medio, comencé a convertirme en adulta. Empecé a ver cosas que no quisiera haber visto, a vivir momentos que desearía no haber vivido.
Llegaba el momento de marcharse, mis familiares nos acompañaron hasta el aeropuerto. Intentaban ocultar lo que pasaba dentro de ellos, pero esta porquería no se podía tapar con nada. Los rostros pálidos y los nudos en la garganta eran tendencia aquel veinte de agosto. Sin importar cuantos recuerdos bellos quisieran contar, ninguna anécdota era suficiente para mantenernos en Argentina, que era en fin lo que se quería.
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Mi mejor amigo no resuelto
Teen FictionMe sentía incomprendida y vacía, quería poder acurrucarme en los brazos de alguien esperando ser bien recibida, compartir mi historia y encontrar un amigo que me igualara en ese aspecto. Ningún chico de padres separados me entendería, pues a ninguno...