PRÓLOGO

33 1 0
                                    

El camino era largo, muy largo, pensaba la pequeña niña de ocho años que caminaba de la mano de su madre por el pavimento. Las lápidas a su alrededor parecían pequeñas casas y todas en conjunto formaban una pequeña ciudad dentro de otra ciudad, pensaba para sí misma. Su vestido negro parecía muy bonito, tenía botones blancos en la parte delantera, las mangas tenían un ligero levantamiento, en el cuello sobresalían unos muy pequeños olanes de encaje blanco y todo la hacía parecer más pequeña de lo que ya era.

Su madre, una mujer hermosa de cabello rizado rojo, tenía un sombrero negro sobre su cabeza y lentes que escondían sus hinchados ojos de haber permanecido noches enteras llorando. Su padre, usaba un traje negro que le transmitía tristeza, no llevaba corbata y sus ojos azules no tenían el brillo tan característico que ella tanto amaba. El resto de su familia usaba lentes negros, con el fin de esconder el profundo dolor que sus ojos reflejaban. Incluso los adolescentes llevaban lentes sobre sus ojos, a excepción del otro pequeño chico de cabellos blancos.

Al igual que ella, parecía desconcertado de lo que estaba sucediendo. Su blanquecino cabello, igual al de ella, estaba alborotado y sus pequeños ojos azules no tenían una chispa de alegría. Portaba un traje tan pequeño como él, de un color tan negro como la noche. Caminaba también de la mano de su madre, y este ni siquiera se dio cuenta de que la pequeña niña lo miraba fijamente. Resignada de no tener algo o a quien mirar para conseguir una imagen que cambiará por completo el panorama, dirigió nuevamente la mirada hacia el frente.

Veía lápidas vacías, arregladas y unas cuantas más abandonadas. Su mirada se perdía más tiempo al ver las lápidas vacías y abandonadas, incluso más que en las que tenían flores de hermosos colores y llenas de vida. A su corta edad, pensaba en cómo la soledad podía atravesar una dimensión tan fuerte como la muerte. Como aún después de haber dejado el mundo con, posiblemente, atisbos de culpabilidad en las personas podría haber quienes no les importaba eso. Se preguntó si algún día su lápida iba a estar llena de flores o, en su defecto, vacía.

Era muy pequeña para pensar en esas cosas, en temas de adultos decía su madre. Pero a la niña, aun si saber por completo como definir la ironía, le parecía irónico no permitirse pensar en la muerte, después de todo se había encontrado muy cerca de ella. La había visto con sus propios ojos. Había presenciado lo que ese sujeto de huesos con una guadaña, de aspecto sombrío y ropas oscuras y larguchas, podía hacer.

Para olvidarse de sus pensamientos, miraba al sacerdote. Hablaba con cautela, despacio, con un reflejo inmenso de tranquilidad. Tal vez pretendía hacer sentir mejor a los presentes, hacerlos sentir como si estuvieran en el lugar favorito de su casa o apartamento, que se encontraban en el lugar más pacífico del mundo y aquel que tanto amaban porque los hacía estar en paz. No era un momento de paz, de eso estaba segura. Pero en momentos donde la penumbra no permitía a la luz salir, bastaba con imaginarse en el lugar donde el corazón parecía estar en calma.

Su corazón no estaba en calma, podía apostarlo. Le latía con furia, creía que en cualquier momento este saldría del pecho. La cabeza le comenzó a doler, y por unos momentos llevó sus manos a las sienes para intentar calmar el dolor. No estaba segura si dicho movimiento ayudaría, pero el agudo dolor no le permitía pensar con claridad. Pero tras pasar unos momentos, el dolor cesó. Tomó nuevamente la mano de su madre, quien bajo la cabeza para poder mirarla con dulzura, con el fin de hacerla entender que todo estaba bien, y que todo el asunto que vivía pronto tendría un final.

Pero en ese momento preciso en el que miró a su madre, el dolor regresó con más intensidad. Apretó la mano de su madre y con los ojos le comunicó que algo andaba mal. La mujer arrugó la frente con incredulidad al no saber con exactitud lo que pasaba. Las lágrimas en los ojos de la pequeña comenzaron a brotar violentamente. De un momento a otro, lloraba de manera insaciable y no sabía por qué y cómo parar. Su madre muy preocupada le habló a su esposo.

Éter I: El quinto elementoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora