Visita del Primer Espectro

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Empapado en sudor, Ernest se dio cuenta de que estaba en su cama. No sabía bien como volvió a ella ni cómo es que ahora, mirando el reloj de mesa, daban las 11.58 de la noche. Intentó recuperar el ritmo a su acelerado corazón mientras esperaba que algo sucediera.

El sonido del cambio de hora hizo que diera un respingo, su corazón se salteó dos latidos para después latir en su garganta como si quisiera escapársele por la boca.

Al ver que pasaban los minutos y no pasaba nada, soltó una risa temblorosa.

—Todo fue un puto sueño. James, hijo de tu puta madre, el susto que me llevé al soñar contigo... malparido... —murmuró mientras cerraba los ojos y suspiraba profundo.

« ¿Cómo era que se había dejado sucumbir por una pesadilla de esa forma?» se preguntó mientras mantenía los ojos cerrados.

Logrando que sus latidos se calmaran, se puso a meditar sobre la razón por la que hubiera soñado con su socio James. Concluyendo que debía haber sido porque esos hombres habían hecho recordarlo y además la estúpida canción que escuchaba Rob por los audífonos fueron los detonantes para que le produjeran tan terrible sueño, respiró nuevamente profundo y con una sonrisa de suficiencia tuvo la intención de volver a dormir.

Sin embargo, en ese instante la alarma daba la medianoche y dejó de sonar de improviso. Abrió los ojos y miró al reloj, eso era imposible, ya había pasado más de 10 o 15 minutos desde que había visto la hora y era imposible que solo hubiera pasado solo dos minutos. Tampoco había programado para que la alarma sonara.

Se estiró para apagarla, pero está ya no sonaba.

Frunciendo el ceño se preguntó qué había pasado, cuando el recuerdo de su pesadilla volvió en forma de un frío terrible que lo torturó. Esperó un minuto, dos y hasta tres.

Y nada sucedió.

«Mierda»

De pronto, cuando pensaba que nada sucedería y que estaba perdiendo la razón, la puerta de su habitación se abrió y alguien entró.

Esa persona era un niño con hermosos cabellos rubios y frondosos rulos que le caían al rostro. Delgado como un jovenzuelo desnutrido y tan blanco como la nieve, llevaba una túnica hermosa y blanca, se paró junto a su cama y le extendió la mano.

—Vamos Erny, no tenemos toda la noche, vamos, ¡levántate, ya! —le animaba el niño con el característico entusiasmo que delataba a uno travieso y bullanguero.

Recordando su promesa de obedecer, tragó y accedió levantarse. Parado al borde de la cama tomó la mano pequeña del niño que no supo descifrar la edad, quizás 12 o 13 años, no lo supo con exactitud. Sin decir nada fue llevado en un abrir y cerrar de ojos al pueblo de su niñez.


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