El primer hombre en mi vida que me falló fue mi padre.
Todo empezó desde antes de que existiera, tratando a mi madre como si de un objeto más se tratara.
Mi madre, como muchas mujeres, no era ciega. Veía lo que pasaba.
Pero a veces nos gusta pretender que no vemos las cosas que realmente existen porque nos da tanto miedo que sean reales.
Cuando nací, yo fui la niña de los ojos de mi padre. Todo lo que Pau quería, lo conseguía. No era una niña que pidiera mucho, nunca lo fui.
Mi padre pudo haberme dado mil objetos materiales pero no recuerdo una vez siquiera que me haya demostrado amor.
Sé que me ama, ¿cómo una persona no puede amar a un niño? Pero uno necesita sentir el amor. Necesitamos sentir las cosas para saber que son reales.
Mi madre necesito sentir los golpes e insultos de mi padre para poder darse cuenta de que el problema era real.
No creo nunca olvidar los gritos, los insultos y los golpes que escuchaba al otro lado de la puerta. Aún sueño con los gritos de mi madre pidiendo auxilio mientras yo tenía que seguir jugando con mi hermanito para distraerlo, porque yo podía escucharlo pero él no.
Odié a mi padre. Lo odié de tal manera que en una niña de ocho años no existía más que el odio. En ese momento odié a mi padre por engañar a mi madre, por insultarla, por golpearla, por atentar contra lo que yo más amaba.
Con el tiempo también odié a mi madre. La odié por no poder odiar al monstruo, por perdonarlo, por amarlo. Uno no ama a monstruos, los destruye.
Los odié por quitarme mi infancia, por obligarme a madurar, por hacerme responsable de pensamientos oscuros y perversos.
Un niño no nace odiando. Sus padres lo hacen odiar.