Descubrí que era necesario contar con un agente literario tras el revuelo que se montó con mi primera novela. Había peregrinado con el manuscrito sin mucho éxito por las diferentes editoriales; las más de las veces las respuestas eran prontas y sin ambages, apenas concretaban más que una gélida negación y ni siquiera me extendían el brazo para despedirme. Sólo me acompañaban hasta la puerta para cerrarla delante mis narices dejándome con la palabra en los labios. De otras recibía una carta asegurando que su negación respondía solamente a un criterio de línea editorial. Me aterraba al ver que en la carta ni siquiera escribían correctamente mi nombre ni tan siquiera el título de mi manuscrito. Muchas otras editoriales destinaban a una persona aséptica en una habitación pulcra y desapasionadamente decorada, que entrecruzaba las piernas compulsivamente sentada en un sillón tapizado de felpa y me miraba nerviosamente por encima de los folios de mi manuscrito. Apenas alcanzaba la segunda página, se levantaba, se acercaba a mí y me lo devolvía con un tímido "Lo siento" entre los labios. "Pero casi no ha podido hacerse una idea de la obra", abogaba por la calidad de mi escrito y trataba de invitarle a leer unas páginas más, sabiendo que después de la descripción de la ciudad se desataría algo de interés. "No", Me respondían siempre. "Con lo que he leído es suficiente para hacerme una idea.". "¿Una idea?. Apenas puedes saber quién es el protagonista, cuál es el conflicto. ¿Cómo puedes juzgar algo que desconoces?" Pasaba las hojas entre asustado y convencido de la calidad de lo que había escrito y le enseñaba la página 35 del manuscrito. "Aquí. Puede empezar por aquí, si es lo que quiere. ¿Quiere conflicto? En estas páginas se sucede el conflicto. Ella se suicida y él se queda totalmente desolado, con una carta en la mano donde ella le confiesa su infidelidad." "¿La página 35? Ya te dije que tu manuscrito no resultaba. Vuelve cuando hayas conseguido que tu página 35 sea la página 1 de tu manuscrito." No servía de mucho tratar de reducir el argumento en un resumen que aclarara y resaltase las partes que pudieran ser esperanzadoras para la editorial, ni siquiera los diálogos brillantes ni las descripciones pausadas y minuciosas. Cuando visité la editorial número 25, empecé a dudar de mi capacidad de narrar. De todas las editoriales había recibido una negación rotunda. Al parecer nadie podía pasar de mi segunda página. Era frustrante y mucho más frustrante cuando me zambullí en la relectura de mi escrito y concluía que era mucho mejor que todo lo que se publicaba hoy en día. Tenía más trascendencia, más profundidad, la trama era sensible a las emociones de los lectores, los personajes eran consistentes y enraizados y el conflicto adquiría toques de un epopeya homérica. Tal vez mi visión se fuera estrechando y perdiera el juicio y quizá también el gusto. Al salir de la última editorial, convencido de mi desgracia como escritor, achacándome el apelativo de Maldito, como les gusta llamarse a quienes no encuentran donde publicar, me sentí tentado de arrojar el manuscrito a una papelera que colgaba del poste de una farola. Estaba en frente de casa de mi hermana, quien celebraba su decimoctavo cumpleaños. Se había casado con un magnate informático tras el funeral de mis padres. Ella sí había sabido encaminar su carrera. Vivía en una casa en medio de la ciudad, de unas dimensiones colosales, disponía de sirvientes y de más de 45 habitaciones. En más de una ocasión me recogió humanitariamente en una de sus habitaciones cuando no podía estirar más mi salario como profesor interino en la facultad y me las veía aviesas para poder comer. Ella era mucho más pequeña yo. No en vano, se ocupaba si no de cuidarme, sí al menos de vigilar que no me faltará de nada. Intentaba que no lo sospechase, no quería que me sintiese en deuda con ella. Así que yo la debía un respeto, cuanto menos. Aunque en verdad la amaba como lo que era: la única familia que me quedaba. Era mi memoria. A través de sus ojos me enredaba en la mirada de mi madre, me empozaba embobado y silencioso mirándola, rebuscando a mi madre en ella, ese cariño que me faltaba desde que se fueron fatídicamente en aquel mortal accidente. En su frente se despertaba el dramático ceño de mi padre quien lo arrugaba cuando estaba preocupado. En su tacto refinado se envolvían las caricias ciegas de mi madre, en su voz aplanada las resonancias sin aspavientos de mi padre. Toda ella era la memoria de mi pasado, era el cofre de todo cuanto me faltaba. Tal vez no hubiera compartido que se casará sin haber llegado a la mayoría de edad, puede que su marido me pareciese un engreído que se henchía ensoberbecido cuando me veía pasar, puede que odiase esa condescendencia con que me insultaba en silencio, su arrogancia y su pavoneo, puede que después del funeral de mis padres no hubiera sido el momento para disfrutar una ceremonia que prometía ser feliz, sin embargo y a pesar de todo, ella siempre se ocupó de mí. Tal vez no se casó por amor, quizá creyó que los sueños se consiguen a base de sacrificios y que no hay buenos ni malos sacrificios, no hay buenos ni malos medios, sólo son medios, lo importante es lo que se consigue. Eso es lo que de verdad importa. Desde que se concertó el matrimonio recibió un aluvión de contratos como imagen de muchas firmas cosméticas, desfiló en Paris y en Milán y una marca de lencería muy conocida la fichó como su imagen. Todas las paradas de autobús estaban adornadas con su imagen en ropa interior. Aquella noche, cansado metafísicamente de recibir mi nueva negación al manuscrito, decepcionado y hondamente herido, arrastré mis pies a la casa de mi hermana para celebrar su cumpleaños y estuve tentado de arrojar mi manuscrito a la papelera. Sin embargo, no lo hice. Y eso lo cambió todo. En la fiesta, en la cual evidentemente desentonaba y me sentía muy fuera del círculo de influencia, me senté en uno de los peldaños de las escaleras de caracol que descendían al salón y saqué de mi mochila el manuscrito para echarle una última ojeada. Una chica de unos 40 años, esbelta y muy discretamente maquillada, descendió parsimoniosa las escaleras, contoneando sensualmente las caderas, se sentó junto a mí y me pidió si se le podía dejar el manuscrito. Echó un rápido vistazo, volvió a la primera página donde se destacaba el título y mi nombre, y llamando por mi nombre me emplazó a una cita profesional en el despacho de su marido el lunes siguiente. Su marido era un influyente agente literario que tenía una red de contactos muy importante. Se llevó el manuscrito y desapareció. Después supe que se retiró a leerlo y que su entusiasmo fue el que motivó a su marido a mover el manuscrito por todas las editoriales. Muchas de las que no había pasado anteriormente de la segunda página se deshacían en elogios por la compensación y el equilibrio del libro, al que no le faltaba ni le sobraba ni una palabra. Otros tantos halagaban el virtuosismo que antaño bautizaron como torpeza y rudimentario. Se desató una lucha por el manuscrito. Me ofrecían cifras exorbitadas como anticipo. Y fue mi agente quien lo llevó todo. Gracias a él, las mismas personas para las que fui invisible me había convertido ahora en un personaje trascendental. El libro se publicó y no sólo vendió un millón de ejemplares, que por lo que tengo entendido es algo inusual en un autor novel, sino que cosechó muchos de los premios nacionales y europeos. Esto me catapultó a una fama ajena a mi intención. Yo sólo quería escribir. Fui fundamental en todos los saraos, me invitaban a fiestas que nada tenían que ver con lo literario. Muchas chicas que no sabían que existía me encontraban irresistible. Fue una época en la que me dejé llevar. Creí que por fin había valido la pena creer en mí. ¿Qué importaba ahora? Nada tenía importancia. Sólo dejarse arrastrar por esa fuerza demoledora del instinto. Quise disfrutar. Corresponder a aquello que el destino me ofrecía ahora y que siempre me había negado. Siempre había sido un paria. Necesitaba todo aquello. Me desboqué. Me ausenté de mí mismo. Me perdí. Y sobre todo dejé de hacer lo que más me gustaba: escribir. Siempre lo relegaba. Ahora era un esfuerzo trazar una trama, escribir una sola línea era una hazaña titánica. Prefería postergarlo. Mañana. Siempre mañana.
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Cena de amigos
RandomTras un éxito fulgurante con su primera novela, el autor se siente totalmente vacío, y no sabe cómo continuar. Por ello, se refugia en bacanales y festivales literarios con el fin de no quedarse solo y tener que escribir. hasta un día, que sentado e...