Autopista de circunvalación M-40, punto kilométrico 9'200, salida 9 sentido A-3
Ricardo suspiró por enésima vez mientras el coche de delante se volvía a parar. De todos modos, su camión tan sólo se había movido cuatro metros más. Quizás por eso odiaba Madrid y siempre la intentaba evitar en los portes. Y cómo no, por una vez que ponía el pelo en la capital, tenía la suerte de encontrarse con un accidente múltiple al mismo tiempo que la hora punta en la M-40.
El trayecto que estaba realizando era transportar un contenedor de carga de la Hapag-Lloyd cargado —según los papeles— con lavadoras, desde un centro de distribución de Burgos a la IFEMA. Luego, aprovecharía el viaje para acercarse a Rivas a cargar tubos de PVC y tomaría la A-3 hasta Requena, donde los dejaba. De allí, a Manises, donde empezaría un nuevo viaje hacia Puerto Real, Cádiz, con piezas del motor de un barco. Y, por fin, recogería en Dos Hermanas material textil y lo llevaría de una vez hasta su ansiada Zaragoza. Tres putos días y medio en la carretera.
Zaragoza. Donde debería estar en estos momentos. En lugar de atascado en una puñetera autopista madrileña, perdiéndose el décimo cumpleaños de su hijo.
"Papá, ojalá estuvieras aquí para celebrarlo..." Las palabras que el teléfono le había transmitido media hora antes aún le dolían. Incluso más que los reproches de Elena que siguieron después de hablar con el chiquillo. Le repitió parte de lo que le había dicho tantas veces, antes y después del divorcio: empezaba con que un padre ha de estar con su familia; para luego el "no debí casarme con un camionero", y quejarse de lo dura que había sido su semana y lo complicado que es criar a un niño sola; para terminar con el "vende el puto camión y busca otra cosa, me da igual qué, mientras vuelvas a casa a ver a tu familia cada tarde y no cada seis días".
Ricardo en el fondo la entendía. Es duro sacar adelante una familia prácticamente sola.
Entendía las discusiones, los gritos y los reproches.
Entendía sus repetidas infidelidades y el hastío que la llevó a pedir el divorcio.
Porque la amaba. Seguía tan enamorado de Elena como cuando la conoció, y habría hecho cualquier cosa por ella excepto dejar su profesión, que había sido siempre su segundo amor y un sueño cumplido.
Aún recordaba cuando eran dos enamorados y ella le acompañaba en los portes internacionales, que aprovechaban para hacer algo de turismo juntos.
Pero las salidas de España terminaron cuando ella empezó a trabajar y el crío nació, mientras las discusiones se hacían cada vez más frecuentes.
Ricardo sacudió la cabeza y encendió la radio para sacar de su mente tales pensamientos.
Por el altavoz desfilaron, en una sórdida cacofonía, las declaraciones del ministro de Industria, la mediocre canción de reggaetón popular de turno, chubascos débiles en la vertiente cantábrica, una sinfonía de Dvorak —Ricardo levantó una ceja—, un anuncio de alarmas, una tertulia y al fin llegó a la emisora que buscaba.
Viejas melodías de la adolescencia inundan la cabina mientras entre las guitarras, Axl Rose asegura que nada dura para siempre, ni siquiera la fría lluvia de noviembre.
Pero entonces, how I wish, how I wish you were h...—Ricardo apagó la radio de un manotazo, antes de que las palabras de cierto grupo británico le calen en la cabeza y le devuelvan amargos pensamientos. Pero ya era tarde, y el camionero no pudo evitar suspirar.Frente a él, el sol horizontal hacía refulgir los centenares de capós como las aguas de un ancho río de asfalto y Ricardo se puso pensar en lo absurdo que era todo: interminables hileras de coches perfectamente ordenados en cuatro filas separadas por simples líneas blancas de pintura, gente caminando tranquilamente por el paso elevado, la señal de tráfico a su derecha —estandarizada y repetida miles de veces con exactitud milimétrica—, gente, gente entrando a trabajar a las ocho, comiendo a las dos, saliendo a las cinco; las farolas encendiéndose a la vez, a la misma hora; las líneas rectas, los coordinados semáforos, las aristas de los edificios; las aceras del centro de las ciudades, llenándose de multitudes por las tardes; las mismas aceras que a las cinco en punto de la mañana se hallan lánguidas y desiertas, todo, todo eso era ridículamente absurdo.
El camión avanza tres metros más.
¿Acaso no resulta absurdo, se preguntó, que las personas acabáramos viviendo en un mundo tan diferente a la naturaleza salvaje de donde venimos; ordenado y en calma, donde reina la razón? Si los últimos instintos de la naturaleza que sentimos (cuando renunciamos a la dialéctica y nos entregamos a arrebatos y frenesíes) son considerados como locura, ¿es entonces en la locura donde reposa la poca humanidad que nos queda?
Ricardo se rascó la cabeza, pensativo —de tanto pensar me estoy quedando calvo.
En el paso elevado, un vagabundo, una mujer con un párvulo que no deja de intentar escabullirse de su madre —ah, los niños: tiernos, violentos, urbanos lobeznos amaestrados— y una chica joven que camina ausente trajinaban sus vidas con parsimonia a seis metros de altura sobre el asfalto, mientras Ricardo se resignaba a contemplar la escena con la curiosidad del que espera con paciencia resignada.
Aburrido, el camionero desvió la vista hacia los demás vehículos atrapados. Su atalaya con ruedas le permitía observar el tráfico desde un punto privilegiado. A su derecha, un matrimonio de ancianos en un sedán de principios del dos mil, vieja matrícula de Alicante, con expresión soñolienta; detrás de ellos, un padre y su hijo de unos doce años discuten crispados en los asientos delanteros de un monovolumen; justo delante de Ricardo, una Ford Transit de «Fontanería J. Urbano, Servicio Técnico Autorizado»; sobresale un barbudo compañero del gremio a mandos de un DAF cuatro o cinco turismos por detrás; a la izquierda, una mujer joven bastante guapa —pero no tanto como tú, Elena, cariño— mira fijamente la autovía desde el parabrisas de un coche bastante caro, agarrando con fuerza el volante; más allá, un tipo vestido muy formal contrasta con el vetusto Peugeot que conduce (aunque su color vaya a juego con la corbata); y en el otro sentido el tráfico es fluido y pasan uno, tres, nueve, veinticinco coches en un suspiro.
Delante de su Scania, un pórtico con paneles azules orienta a los viajeros y Ricardo no puede evitar sentir una punzada de culpabilidad al leer uno de sus destinos.Sin duda, para Ricardo el panel tiene un contenido muy diferente.
La salida tan cercana a Zaragoza le tentaba, le tentaba a dejar a los clientes en la estacada e irse para casa.
Pero Ricardo sabía que ya era tarde para hacer nada de todos modos. Su oportunidad de salvar el matrimonio y la famila había pasado y volver ahora no cambiaría nada las cosas.
Exacto, lo hecho hecho está, ya no hay nada que puedas hacer, tu hijo necesita el dinero. Es demasiado tarde, sí, volver ya no arreglaría nada, no puedes hacer nada ya, olvídalo, créeme.
Pero la pequeña espina de la duda, del "¿Y si...?" le dejó el pecho vacío.
Joder, no debería haber dejado de fumar, lo que daría yo ahora por un cigarrillo...
El tráfico se movió cinco metros más.
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Cadenas
Short StoryTodos, en nuestro día a día, nos cruzamos con muchísimas personas desconocidas, y éstas, a su vez, se cruzan con más desconocidos. Y en ocasiones, nos fijamos en ellas: tratamos de imaginar cómo serán sus vidas, qué es lo que piensan, con quién vive...