El Oficio

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Una gota de sangre baila por un instante en el aire hasta estrellarse en el suelo y el acero penetra por tercera vez limpiamente. Acierto al hígado. Morirá desangrado. La daga es delgada, y el golpe tan violento que el mango dejará un claro hematoma en la superficie de la piel, pero no era de importancia, no ahora. Los cadáveres no hablan, y el pobre desgraciado estaba en proceso de convertirse en uno. Suelta un alarido pero se amortigua por mi mano que le tapa la boca. Fue una decisión sabia usar guantes. Intenta morderme, o algo siquiera, pero le es inútil. Le sacudo un poco la cabeza para que me mire fijamente.

– ¿Sabes por qué, no? – le digo.

La sangre empieza a cubrir toda su ropa. La camisa azul que lleva se transforma en un asqueroso rojo oscuro al llegar a su estómago. La herida del hígado es la fatal, pero las otras dos no lo eran, lo hacían sangrar bastante pero hubiera tenido salvación sin la tercera. Esta última dejaba zanjado el asunto. Yo lo sé, y él también. Lo que no sé es si el dolor llegaría a ser extremo, pero al menos es intenso. Gira sus ojos aterrorizados hacia mí, ojos como los de un ciervo herido por un cazador. No tiene idea de que responder, porque puedo ver que desconoce a qué se refiere mi pregunta.

– Que lástima – digo y retiro con delicadeza la daga, arrastrando tras de sí un minúsculo río de sangre que más tarde formaría parte de un pequeño lago artificial en el suelo. – Sinceramente, yo tampoco lo sé. Pero no me importa.

Lo suelto, y su cuerpo cae con violencia cual borracho que se tropieza con un mueble a las cuatro de la madrugada. Miro por última vez al pobre infeliz, que intenta inútilmente hacer presión sobre sus heridas a medida que sus fuerzas lo abandonan y me alejo tranquilamente caminando hacia el balcón de la casa. El pañuelo me empieza a molestar, así que lo bajo y dejo que mis pulmones se llenen del aire frio de la noche. Sinceramente, siempre me pareció triste que mueran de noche. Uno debería poder ver por última vez la luz del día sabiendo que esta será su ocaso definitivo.

Arrojo el arma hacia el techo, apuntando a una de las canaletas y eso es todo. El trabajo está hecho. Misma mierda, diferente día.

En cualquier trabajo, siempre es la misma rutina. Cuando un contrato es aceptado, hay tres días de revisión. En casos excepcionales donde se pidan objetivos muy complicados, o muy excéntricos (porque nunca falta el que quiere otorgarle un significado o hacer una pequeña obra teatral de un trabajo) se te otorga siete días. En ese tiempo hay que examinar cómo se realizará el trabajo y cuánto tiempo se calcula que llevará. Esto último es importante, porque una vez realizado el trabajo hay que avisar que está hecho, y no se permiten reuniones en persona con aquellos involucrados en el contrato hasta la etapa de pago, donde la presencia de todas las partes es obligatoria. Por lo tanto lo que se hace es utilizar una piedra. Y no una piedra común y corriente, sino una tomada del arroyo que corre por debajo del puente del distrito Keisz. Estas piedras son de un color negro muy intenso y lisas. Tomamos una de estas piedras, le pintamos una equis y la dejamos en algún lugar acordado. La silla de un bar, la ventana de alguna casa, la esquina de una calle, o incluso se ha llegado a pedir dejarla en el cementerio de una iglesia (gente rara). Los colores son muy importantes. Una equis blanca se trata de un asesinato, una azul de un robo (si, no solo se trabaja como asesino, sino de lo que sea que quieran que seas) y una verde de cualquier otro tipo de encargo en particular. La que nunca se desea ver es una roja, porque significa que sea cual sea el trabajo que se haya encargado, se ha fallado, y los fallos no son muy bien aceptados. En el tiempo que se le ha dado al cliente, una piedra debe ser entregada, y luego se procede al pago. De no entregarse la piedra, se considera que has rehusado del trabajo y debes ser eliminado. Una cosa es un fallo, pero otra completamente distinta es huir. No se permite escapar de un trabajo una vez que se ha aceptado ya que no deja bien parados al resto de nosotros y la reputación debe mantenerse. Escuché de tres personas que huyeron del labor, dos hombres y una mujer, sus nombres no son importantes, pero si sus destinos. Los hombres fueron encontrados a las orillas del río que corre afuera de la ciudad. Una simple puñalada en el corazón, nada salvaje, solo el simple detalle de que ninguno tenía lengua. "Los hombres muertos no cuentan historias", ese es el mensaje que se quiere dejar a todo aquel que piensa escapar con información de un cliente. La mujer, no fue encontrada. Me contaron que en los siguientes días a su huida todos dejaron de aceptar contratos y se fueron en su búsqueda. Muchos no volvieron, y desistieron en buscarla al cabo de unas semanas. Al parecer llevaba una información muy importante consigo, pero al ver que no la había utilizado (vaya a saber cómo lo sabían), la dejaron en paz. Nunca pregunté qué fue lo que sabía, porque ese tipo de preguntas no son sanas en esta línea de trabajo.

Hasta que no quede nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora