CAPÍTULO IV: Represalias

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Magnus enrojeció de ira cuando recibió el informe de Dersilo, el jefe de la guardia.

—¿Muertos todos, dices? ¿No hay ningún superviviente de la patrulla? —bramó el sacerdote.

—Así es, Señoría. El único soldado superviviente, llegó herido de muerte y solo tuvo el tiempo justo de relatarnos el salvaje ataque de los irios antes de fallecer. La emboscada fue preparada con minuciosidad. Ese Yago sabe lo que hace y, según parece, no le gusta ver a extraños circulando por su territorio. De todas maneras, el guardia, antes de expirar, balbució algunas cosas casi ininteligibles. Habló de un error, órdenes, provocación... ¿a qué podría referirse?

—No le demos más vueltas, ha sido un hecho criminal. En todo caso, quien ha cometido un gran error ha sido Yago —replicó Magnus, con furia reconcentrada.

—Ya advertí a su Señoría sobre esa ronda de las patrullas por el territorio de los irios. No era aconsejable, pues resultaba obvio que lo considerarían una provocación —se lamentó Dersilo—. Ahora la situación puede complicarse bastante. Y sin la presencia de la Gran Sacerdotisa...

—No la necesitamos para esto —repuso Magnus con fiera decisión—. El crimen de Yago no puede quedar impune. Arma a toda la guardia y que se preparen para el combate.

—¿Vamos a entrar en batalla sin comunicárselo a su Gloria? —exclamó alarmado Dersilo.

—Está de visita en la aldea de los dubios. No podemos esperar su vuelta. —contestó Magnus.

—Pero...—quiso objetar el jefe de la guardia.

Magnus lo interrumpió violentamente:

—¡Cumple mis órdenes sin rechistar! ¡Su Gloria estará de acuerdo con todas mis decisiones!

Dersilo se retiró presuroso y Magnus quedó solo, rumiando planes de ataque. Yago no se iba a entrometer en su empeño de aunar a todas las aldeas y reunir a sus habitantes en una gran ciudad, la Ciudad del Santuario. Esa ciudad tenía el destino de regir las Tierras Centrales y un ignorante y bruto aldeano no iba a impedirlo.

Al cabo de unas horas, cuando ya atardecía, la Guardia al completo, armada hasta los dientes con jabalina, escudo y espada corta, estaba formada en la explanada del recinto sagrado. Los guardianes portaban una brillante coraza protegiendo su pecho, unas perneras metálicas y un casco empenachado que solo se abría en las ranuras para los ojos y la nariz. El mismo Magnus, a pesar de su calidad sacerdotal, no le hacía ascos al combate y se puso al frente de la expedición, cubierto de armadura de pies a cabeza y blandiendo una espada larga de aspecto temible. Los conocimientos adquiridos en los tres años de progreso del Santuario habían procurado a los metalúrgicos del lugar un nuevo elemento, el acero, el cual estaba siendo probado y calibrado. La espada de Magnus era uno de los primeros intentos.

Cuando la expedición estuvo lista, se dirigieron hacia la aldea de los irios, llegando hasta los bosques que la rodeaban cuando ya las sombras cubrían la Gran Llanura. Magnus dio unas cortas instrucciones a Dersilo:

—Envía unos exploradores a la aldea. Que sean precavidos. El enemigo no debe detectar nuestra presencia. Esperaremos bajo la arboleda. Entretanto, coloca unos puestos de vigilancia para evitar cualquier sorpresa.

Dersilo cumplió lo ordenado diligentemente y al cabo de una hora volvieron los ojeadores. El jefe de la patrulla informó a Magnus y a su lugarteniente:

—Parece ser que Yago presiente algo. Seguramente espera una represalia porque hay pocos guerreros defendiendo la aldea. Casi todos están arriba, parapetados en la fortaleza. La empalizada está muy defendida y será difícil atacarla...

La SacerdotisaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora