CAPÍTULO III: Magnus

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Entre los seis sacerdotes del Colegio masculino, destacaba uno que, indudablemente, era el más dotado de todos. Los integrantes de los dos colegios habían sido instruidos ya en la técnica del control y la comunicación mental, aunque unos presentaban avances más significativos que otros. Quien había llegado más lejos en este dominio era Magnus, un personaje con una actividad y energía inagotables.

Alto, delgado pero fuerte, tenía unos ojos tan negros como su larga melena, ojos que brillaban con la intensidad de quien necesita acción para vivir. Igualmente negros, su barba y bigotes, crecidos, pero bien recortados, enmarcaban unos labios finos y prietos, decididos como su mentón saliente. Sus largas vestiduras también eran negras por voluntad propia, destacándose así de sus compañeros de Colegio, quienes generalmente las llevaban blancas o de tono carmesí.

Aunque su labor era vibrante y muy efectiva, descargando a Rijna de muchas tareas, cierta reserva y distanciamiento incomodaban a la sacerdotisa, la cual evitaba explorar su conciencia y establecer una afectuosa comunicación sin palabras, como hacía con los demás miembros de los Colegios Sacerdotales.

Alguna vez que quiso sondearle precavidamente, había notado una fiera resistencia, una ira repeliendo su acercamiento mental y se había retirado respetuosamente, sin volverlo a intentar. No obstante, la Suma Sacerdotisa sentía que algo en Magnus la obligaba a permanecer alerta.

Ahora, el sacerdote acudía a la llamada de Rijna. Esta lo esperaba a la sombra de las palmas, sentada en uno de los bancos que flanqueaban el templo de la diosa de la Luna.

Magnus se acercó a la sacerdotisa, observando con atención cómo los dedos femeninos jugaban distraídamente con el medallón de su cuello y cómo este parecía reaccionar al tacto, recorrido por vetas de luz azulada. Rijna percibió el maravillado interés del sacerdote, sus pupilas ensanchadas por el secreto. Haciéndole un gesto para que se acomodase, le explicó suave y lentamente:

—Todavía hay varios misterios que conocer antes de comenzar a iniciarse en la modulación del aura y en el uso del Talismán. Serán muy pocos los elegidos capaces de llegar a esos niveles...

Magnus ladeó la cabeza y contestó algo parecido a una queja:

—Sé que no termino de inspirarle simpatía, mi Gloria, aunque yo me afano en servirla y en servir al santuario con todas mis fuerzas. Ahí tiene la adhesión de los partios y los esetios y cómo han resultado en un gran beneficio para la comunidad... —concluyó deslizando una mirada inquisitiva hacia la mujer.

—Es cierto. Ha sido un logro pacífico y por eso te felicito —repuso la Suma Sacerdotisa—. Sin embargo, ha llegado a mis oídos la existencia de ciertas presiones y amenazas. Lo ideal sería que la gente se nos adhiera con pleno convencimiento.

—Su Gloria sabe bien que las pocas aldeas fuera de nuestro gobierno han sido siempre las más reticentes, las que han puesto más obstáculos a la unión —objetó Magnus.

—Se debe dar tiempo a que los pueblos reflexionen y aprecien las ventajas de asociarse al Santuario. Las adhesiones más o menos obligadas no parecen convenientes —dijo Rijna con tono fatigado.

Magnus insistió con cierta obcecación:

—El Santuario podría dominar ya toda la Gran Llanura si no hubiésemos sido tan tibios. Hay un mundo mucho más allá para poner a los pies de la Diosa y no podemos esperar eternamente.

—¿Sigues con tu idea de la formación de un ejército? —le inquirió Rijna con seriedad.

—Hay algunas aldeas y tribus en actitud amenazante. Yago, por ejemplo, es un peligro. Ha dejado claro que no prestará sumisión al Santuario, ni él ni su pueblo. Si dejamos que se salga con la suya, perderemos el respeto de todos nuestros aliados. Por eso necesitamos el ejército— insistió Magnus.

Rijna hizo un gesto de desagrado.

—No somos una comunidad guerrera. Y el respeto que se nos tiene es el respeto a lo sagrado, no al hierro de la espada.

Magnus no cejó en el empeño:

—Yago parece tenerle más respeto a la espada que a la divinidad. Mis informantes me han dicho que incluso ha pensado en lanzar un ataque contra nosotros. Es preciso estar en disposición de defendernos...

—¡Nunca permitiré que el Santuario ponga en pie un ejército! —replicó Rijna, levantando inusitadamente la voz.

No obstante, Magnus insistió, sugiriendo otra opción:

—Autorízame al menos, Gloria, a organizar una sencilla Guardia del Santuario...

—Si eso te tranquiliza...puedes hacerlo. De todas maneras, tenme informada de todo. Y ahora retírate, me duele la cabeza...

Rijna se frotó las sienes con gesto cansado. La suya era una tarea organizativa agobiante. Miró al cielo de la tarde, hacia las rojizas profundidades del ocaso donde su mundo continuaría girando y suspiró profundamente. Se preguntó qué le depararía el futuro, aunque sabía bien que, en parte, ya había quedado sellado para ella y para los demás Audaces cuando aceptaron ser los adelantados del Proyecto.

****

La aldea de los irios distaba un poco menos de una legua de Dilos y el Santuario. Se encontraba en medio de una extensa pradera rodeada de bosques y en su centro se elevaba una loma de mediana altura, en lo alto de la cual Yago había construido una ruda fortaleza de madera, rodeada de una empalizada formada por troncos bien aguzados.

En el interior, Yago escuchaba el informe de uno de sus asistentes mientras su cara palidecía al ir conociendo los detalles. El semblante embrutecido de Yago, sus espesas cejas rubias fruncidas, su gesto de enojo mesándose la gran barba amarillenta, no auguraban nada bueno.

—El incidente lo han provocado cinco soldados de la Guardia del Santuario —informaba el ayudante—. Una patrulla fronteriza.

—¿Desde cuándo el Santuario envía patrullas armadas a las aldeas? —preguntó Yago dando un salvaje puñetazo sobre la mesa ante la que estaba sentado.

—Hace más o menos treinta días que han formado una Guardia, pero no puedo decir si la Gran Sacerdotisa los ha enviado. Sin embargo, ahora ella no está en Dilos, sino visitando una aldea más al oeste.

—¿Y la mujer violada? —quiso saber Yago.

—Además de violada, también fue torturada y ha muerto. La han traído y la están velando abajo en una de las chozas —contestó el asistente.

Yago apretó los puños hasta hundir las uñas en su palma.

—¿Dónde está ahora la patrulla? —preguntó roncamente.

—Después de entrar en nuestro territorio y cometer el crimen, han vuelto a tierras del Santuario y se encuentran acampados a orillas del Arroyo de la Serpiente —terminó de informar el ayudante.

Yago se puso en pie y con gesto torvo dio una seca orden a su lugarteniente:

—Lótar, reúne a los guerreros. ¡Esta noche el resplandor de la diosa en el cielo no será blanco, sino rojo!

La SacerdotisaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora