Hubo una vez, en el lejano siglo XIX, un hombre de rancio abolengo y sabiduría tan prematura que restaba importancia a su juventud. Era todo un erudito y de exóticos gustos que le crearon un interés irrefrenable por la arqueología, en especial, por la egiptología.
Podía presumir, además, de ser uno de los primeros egiptólogos que vio el mundo nacer y siguió su corazón hasta la tierra de los áridos desiertos de Guiza y las solemnes pirámides y las altivas esfinges. Hasta la bulliciosa capital, El Cairo, a sus museos y a sus vastas colecciones de momias, cuyo número iba en aumento; a la ciudad de los sueños, donde esperaba que el suyo de convirtiera en realidad. Pero Egipto enterraba algo más que momias, ancestrales palacios o pirámides bajo su manto de arena. Enterraba misterios. Maldiciones. Hechizos que trascendieron a los siglos para cumplir con su primigenio cometido de castigar a los necios ladrones que osaban entrar en ellas. ¿Y qué es un arqueólogo sino un ladrón del pasado?; un viajero que desanda los peldaños del tiempo, remontándose a una época a la que no pertenece, expropiando objetos de los muertos para admirarlos tras un cristal. Maravillándose en su propio pozo de autocomplaciencia y regodeándose en todo lo que cree saber y todo lo que pudo usurpar. Incluso hurta los cuerpos de los de sus semejantes, aquellos que pisaron la misma tierra antes que él. El arqueólogo vive prendado de siglos muertos que lo atan a una obsesión intrínseca y ciega, pues siempre serán incapaces de tener lo que asían, salvo imaginar lo que una vez fue el mundo.Este arqueólogo, llamado Arthur, era como todos ellos; brillante y sagaz, resuelto a hacerse un hueco en el abrupto escenario de la historia, hasta que un día, la propia historia lo engulló; el mes de Mayo llegó al lóbrego desierto con un calor insoportable, pero esto sólo desanimaba a los pocos hombres que Arthur pudo contratar. Ya a media mañana, llevaban desenterrados varios kilos de arena, cuando el capataz, un hombre entrado en años y con una sucia chilaba blanca, puso el grito en las dunas. «¡Alá nos ha escuchado, señor!» -Dijo, dirigiéndose al arqueólogo. - «¡Hemos encontrado una puerta sellada!».
Y así era, la puerta estaba cerrada por unos apósitos de barro que habían soportado el peso de la arena y los años, al igual que la cuerda de caña trenzada que unía ambos apósitos y se entrelazaba por los rudimentarios tiradores de la puerta. La puerta, en sí, era una perfecta obra de arte antiguo; llena de grabados casi intactos, de figuras que representaban las estrellas, la Luna y el Sol, junto con dioses tan representativos como Ra, Osiris o Isis, que propiciaban el buen viaja al más allá. Arthur olfateó con los dedos estos grabados, descifrando algunos en el acto u otros con unos minutos de reflexión. Menos uno...Uno que aparecía envuelto en un cartucho cincelado, esto, generalmente, suele mostrar el nombre o rango del difunto y, a pesar de que este era fácilmente legible...No era descifrable pues los símbolos en el colocados, sencillamente no existían en ningún diccionario. Arthur lo comprendió al instante; había reescrito la historia de la arqueología.
Con presteza abrieron la puerta, la cual, mostró una resistencia loable aunque no duradera. La cámara que protegía, incluso a la luz de los tenues rayos del sol, era extraordinaria, sin importar lo pequeña que fuera. Las pinturas al fresco, mantenían buena parte de sus vivos colores y su belleza inexorable. Las cuatro paredes estaban cubiertas por las representaciones de las aguas del sagrado Nilo: barcazas de caña lo surcaban y las flores de loto y los robustos tallos de los papiros se extendían a lo largo y ancho de las pinturas. Arriba, en la escuálida bóveda, un manto de estrellas se cernía sobre los cestos de mimbre, los cofres coralinos y, por sobretodo, el sarcófago. Un sarcófago delgado y no excesivamente grande, ni siquiera con la exorbitante elocuencia que poseían los de las grandes personalidades de antaño. Pero sí era hermoso, y Arthur pudo verlo cuando consiguieron sacarlo de una pieza y llevarlo a su estudio en la capital.
Era lo más hermoso que había visto nunca, la delicadeza con la que las piedras de lapis estaban engarzadas sobre la piedra y el fragmentado pan de oro era absolutamente exquisita. La piedra soportó bien el peso de los siglos y habían protegido a su propietario, el cual, fue desnudado...Vendaje tras vendaje, despojándolo de sus collares y sus amuletos. Era ya tarde cuando Arthur pudo estar a solas con su desconocido amigo, nadie había en el estudio, salvo ellos dos, y entonces, ocurrió, ¡unos largos mechones de pelo mortalmente negro se escaparon de los vendajes!. Arthur sintió su desbocado corazón martillear en su pecho. Emocionado. ¡Extasiado!.Se trataba de una mujer.
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La anciana dama.
HorrorUn joven egiptólogo realiza el descubrimiento que lo catapultará a la fama; la momia de una hermosa mujer que lo llevará más allá de toda razón. Este es el lado oscuro del noble arte de la arqueología.