Arthur, tal y como lo conocíamos, se quedó moribundo en algún punto del estudio, ahora, una sombra de sí mismo se había apoderado de su cuerpo.
Yacía junto a la dama. Su dama. Macilento y famélico, como si no le importase comer. Bebía, si acaso, por una traición de su propio cuerpo. Lo único que parecía mitigar la insoportable sensación de estar vivo era permanecer al lado de los restos de la mujer. Contemplándola. Alabándola en silencio.Tampoco le importaba que su mano hubiera empezado a pudrirse desde dentro, eso no quería decir que, sin embargo, no se hubiera dado cuenta. Lo sabía. Dolía. Se hirió cuando acariciaba el cuerpo de la mujer; se rasgó la piel con un hueso saliente y astillado que emergía amenazante de su pecho. Se infecto de dos maneras; una, de un mal de ultratumba, un mal que obsesiona y embota la mente, y la otra de forma física, pues la infección bacteriana de su mano lo llevaría a la tumba.
Arthur no vio la muerte venir, se quedó dormido una noche de verano, con la vista puesta en los ojos inertes de la mujer, admirando sus afiladas mejillas y su cuello esbelto, sumido en un estado febril. Cogido de su mano. Sin saber si quiera, que había dado su vida a cambio de un amor imposible. Una obsesión.
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La anciana dama.
TerrorUn joven egiptólogo realiza el descubrimiento que lo catapultará a la fama; la momia de una hermosa mujer que lo llevará más allá de toda razón. Este es el lado oscuro del noble arte de la arqueología.