Arriba y abajo. Abajo y arriba. Una y mil veces. Las luces se van apagando, los últimos visitantes se ponen sus abrigos y salen a la calle. Luego vienen las limpiadoras, arriba y abajo, abajo y arriba. Una y mil veces. Después, el museo queda en silencio, y en penumbra, y desde sus marcos los carnavaleros, las hilanderas y los niños de la playa me miran. Me siguen. Arriba y abajo. Abajo y arriba. Una y mil veces.
Al principio sólo eran sombras. Corrientes de aire frío en el medio de una estancia en calma. Siempre me decía que no era nada, pero pedí una y mil veces cambiar de turno, volver al día. A las muchedumbres. A los niños gritones, los adolescentes rijosos. Pero no. No me hicieron caso. Luego volvía a mi casa, al alba, y daba vueltas y más vueltas. Abajo y arriba. Arriba y abajo. Hasta que caía rendido y por fin conciliaba un sueño agitado, fugaz, somero como la orilla de una laguna. Y cada día volvía, agotado, al caer el sol, al museo. Mis pocos amigos me dijeron que lo dejase. En vez de ello, les dejé a ellos. Inesperadamente, el objeto de mi repulsión se fue convirtiendo, poco a poco, en el núcleo de mi vida. El proceso ya había comenzado cuando me asaltaron las fiebres.
Las fiebres. Días y más días, en la oscuridad de mi piso, delirando, tiritando de frío, en posición fetal, una y otra hora. ¿Cuánto tiempo fue? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Sólo un día? No lo sé. Pero cuando todo terminó le di las gracias al buen Dios y de aquella cama sucia surgió un hombre nuevo. Pues podía ver ahora cosas que a los otros les están vedadas. Fue entonces cuando reparé en ella. Fue entonces cuando todo lo que había percibido cobró nuevo sentido, un sentido completo, trascendente.
Es una niña, sólo, o al menos es esa su apariencia. Pero sus ojos encantados me siguen, siguen cada paso que doy. La oigo desde que entro al museo, llamándome, como las sirenas a Ulises. Por encima de las conversaciones insulsas de las hilanderas, de la farra de los carnavaleros. Incluso antes de que las limpiadoras me dejen solo. A veces cuando al fin puedo entrar en su sala ella no está, está el columpio vacío, detenido en el aire. Y al fin la veo en un rincón, con los ojos inyectados en sangre, mirándome, traslúcida, gris a la luz nocturna del museo. Guarda silencio. Quizá sólo quiere jugar. No lo sé. Pero entonces, ¿por qué mi corazón deja de latir, hasta que ella vuelve a trascender el cuadro y encaramarse al columpio?
Otras veces se mantiene quieta, callada, en un silencio atroz, falsario. Como si sólo fuese un cuadro. Pero yo sé que no. Veo al fondo, entre el follaje, al pintor, cautivo del súcubo pintado. ¿Es ese el precio de capturar un súcubo, de fijarlo a un lienzo? No lo sé. Él grita, pero no le oigo, en vano intenta advertirme. También las hilanderas, los niños de la playa, los carnavaleros. Pero a nadie puedo oír. Sólo a ella. Sólo su canto. Una y otra vez. Una y mil veces. Hasta que no oigo nada más, y su voz creo que me va a hacer estallar el cerebro.
¿Cuánto tiempo ha pasado desde entonces? No lo sé. Quizá un año, puede que sólo un mes. Una mañana me hallaron. Exangüe. Junto al cuadro. Ella no estaba. Sólo el columpio, vacío, detenido en el aire, desprendido del travesaño por un tajo certero en el lienzo, allí donde solían estar las trenzas. Qué lástima, qué tremenda lástima, pues todo lo había entendido mal. Era ese el modo de liberarla.
Al otro día me desperté. El viento me habría dado en la cara, saludando mi movimiento, si hubiera habido viento. Los árboles, la maleza, se mecían también a una brisa que no había. Y allí, al otro lado, en la oscuridad, ella. Al otro lado. En el otro lado del cuadro.
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La niña del columpio
ParanormalArriba y abajo. Abajo y arriba. Una y mil veces. Las luces se van apagando, los últimos visitantes se ponen sus abrigos y salen a la calle. Luego vienen las limpiadoras, arriba y abajo, abajo y arriba. Una y mil veces. Después, el museo queda en sil...