Introducción.

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—Y luego él plantará su semilla dentro de mi señora, ¿Ha visto a los perros en la calle? ¡Así mismo!

La reina le dedicó una mirada repulsiva a su doncella, ¿Cómo era que ella, con apenas su primer sangrado, sabía de algo tan repugnante?

Por los dioses, intimar era horrendo.

La babosa cuestión se remontaba hacia dos lunas, cuando su padre y soberano de Birren, la entregó como esposa a Khosvah Arunn Velzar, señor de Addana, convirtiendo a Beatalyn en la inesperada reina consorte. Claro que aceptó al destino regalándole como compañero de vida a alguien que parecía su abuelo, aun cuando ni se dignó en dirigirle la palabra durante la ceremonia nupcial; Khosvah le guardaba más afecto a un pedazo de estiércol que a ella.

Por supuesto que no se quejó, había escuchado que en las alianzas reales sucedía mucho.

Pero cuando el rey no dio la cara para hacer su deber en el lecho ¡Quiso arrancarle las greñas con miel y limón caliente! Aceptaba que el matrimonio era por puro beneficio mutuo y político, sí, pero, ¡Al menos que cumpliera con su carnosa y peluda parte! O eso pensó hasta aquel momento, en que Alaris le explicaba sin censura los pormenores de la copulación.

Que gratitud inmensa tenía hacia el vejete esposo por no consumar el asunto. Con imaginarse a ese hombre acariciándola como Alaris decía que un hombre trataba a su esposa, ¡Le daban escalofríos!

Sin embargo, la madre de Beatalyn había enviado una misiva ordenándole que intimara con el anciano; todo el mundo estaba al tanto de su virginidad no rota, un escandaloso problema que perjudicaría a Birren, por ello le reiteró el propósito de su vida:

Embarazarse para asegurar su bienestar, hacer el matrimonio legítimo y así fortalecer las relaciones entre ambas naciones.

Qué porquería. Odiaba su nueva vida siendo reina de semejante cadáver grosero, y estaba segura de que no quería un hijo suyo, saldría muy feo, por no mencionar que le demandaban un heredero cuando era probable que ella fuera tan poco útil para parir como su pobre madre.

La Reina Zadarah había hecho a Beatalyn a duras penas y a medias.

—¿Cómo sabes sobre algo tan delicado? Yo soy mayor e ignoraba los detalles—la doncella rio apenada. Beatalyn entrecerró los ojos—Qué indecente me saliste.

—¡Soy virgen, mi señora! —enrojeció, haciendo una pequeña venia—las cocineras son unas descaradas que chismorrean sobre ello como si no hubiera algo mejor.

Beatalyn se estremeció, negando.

—No sé cómo pueden todos hacer eso—Alaris se encogió de hombros, sin respuesta—¡Me da asco!

Era reconfortante al fin poder hablar libremente con alguien. En el tema de la copulación ambas eran tan ignorantes, pero no se trataba de eso, su doncella era agradable y la primera mujer a la que comenzaba a apreciar en esas tierras apestosas y salvajes, tal vez la primera que apreciaba en toda su vida.

—A ellas parece gustarles, sin embargo, dicen que es una maldición dada por los dioses a nosotras; ese deseo insaciable por lo que hay en los pantalones de ellos.

—Seguramente. Una maldición es la única respuesta razonable a que alguien quiera meter las narices entre calzones meados. No quiero hacer eso nunca—soltó el aire contenido para mirarla con aprehensión—¡¿Estás segura de que vendrá esta noche?!

Desgraciadamente, Alaris asintió.

—Me ordenó que la preparara para recibirlo, y... viendo la situación, me tomé el atrevimiento de traer esto—señaló un caldero grande en medio de la pequeña antesala que daba a los aposentos reales.

El abrazo del guerrero|COMPLETA|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora