39. Beata, la ramera.

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Escuchaba los murmullos alzarse como si fuera un espectáculo. Entendía bien que ninguna mujer en sus sentidos haría eso.

Tragó saliva.

Lo que hace interesante este tipo de enfrentamiento es que no importa la distinción de clases ni nada—había explicado Quelan hacía lunas.

Bueno, ella esperaba que tampoco la forma de sus genitales.

—¿Qué, hija de puta? —Khosvah sonreía dando una enorme risotada que guardaba rabia—te voy a matar a golpes.

—¡Gobierna sobre lo que sea tuyo! ¿U olvidaste, viejo, que para ser tu esposa debías compartir lecho conmigo? —cualquier sombra de paz en Khosvah se derritió, dejando al enfermo, al loco—supongo que asimismo puedes olvidar hoy que soy mujer. Pelea.

Dicho esto, percibió murmullos favoreciéndola, apoyándola, lo que la tenía impresionada. Khosvah la observó perspicazmente para avanzar hasta plantarse a un paso de ella. Ambos median la misma altura.

Dioses.

—Despreciable, escondido bajo las enaguas de una niña. Tan inservible de nacimiento como la puta que te parió—a pesar de que esas palabras iban para Erenn, Khosvah miraba a la atemorizada Beata—Un verdadero hijo mío se habría vengado hace tiempo rompiéndome el cráneo a pedradas.

—Y un verdadero hombre hubiera usado lo que hay en sus pantalones con su esposa—lo decía satisfecha—pero al final, tu hijo sí que posee cosas de las que no eres capaz, abuelito.

Él le dio una sonrisa pérfida que le estremeció el vello.

—Voy a cenarme tus ojos, y no va a ser hoy o mañana, mi niña, te haré perecer lentamente, durante lunas hasta que me canse... ¡Captúrenlos!

El muro de Beata se vino abajo al ver que su única salida esfumarse. El miedo le detuvo la respiración. Claro que él no iba a aceptar la corte, claro que desde el principio iba a suceder eso.

Del impacto, la mano le flaqueó y así soltó la espada. Antes de siquiera parpadear, Khosvah le dio un puñetazo todavía más sólido y fuerte que la hizo perder el control de sus pies y desplomarse. Erenn apenas pudo atraparla, metiéndola entre sus brazos con ella cubriéndose la nariz sangrante, sintiendo una desilusión profunda por haber fallado.

Pero Erenn, tembloroso por la fiebre, seguía acunándola protectoramente, a pesar de no servir ni para cuidarlo.

—¡Quiero que le corten las manos! ¡Y a ella cuélguenla del techo con ganchos en el pellejo!

—Perdón—chilló ella girándose para abrazarlo con todas sus fuerzas, enloquecida porque era la última vez.

Enterró la cara en el pecho del guerrero queriendo desaparecer con él, temblando de terror y susurrando pequeñas y rotas disculpas. Erenn pasó su nariz por la mejilla de ella, a modo de caricia, haciéndola levantar el rostro; lo que había en sus facciones era comprensión y una calma que sabía, fingía. Estaba sufriendo, dopado y malherido, pero en su mirar había un amor tan dulce.

—Está bien. Tranquila—susurró pegando la mejilla a la de Beata y restregándola por el contorno de su rostro con una temblorosa necesidad que le dejó el corazón en pedazos—no llores. Te seguiré hasta la otra vida, y nos tendremos, mi amor, así que muere con dignidad; vamos a ser felices después.

Ella abrió los ojos de par en par, ahogándose entre el sufrimiento y el terror porque no quedaba más.

Se había despedido.

—¡No! —Alaris salió de la multitud con un largo cuchillo en las manos, parándose frente a ambos a modo de escudo; su rostro estaba mojado en sudor y la expresión fiera que llevaba era digna de apreciar, pero por los dioses, una niña defendiéndolos no estaba bien.

El abrazo del guerrero|COMPLETA|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora