Existían momentos en los que Yakov podía recordar. Había instantes, mientras la nieve caía y una suave música resonaba en la pista, en los que era capaz de ver más allá de las victorias, las medallas, los aplausos y el hielo. Existían ocasiones –a veces horas, a veces solo efímeros segundos– en los que Yakov no analizaba los errores sino los sentimientos y el corazón de sus patinadores. Algunos, un libro abierto, dispuestos a ser leídos por los demás. Otros, un enigma difícil de entender.
Victor Nikiforov, su patinador estrella, no entraba en ninguna de esas categorías.
Rebosante de talento y caprichoso como un niño al que nadie supo decirle que no, Victor llegó a su pista demasiado joven. Y desde ese momento, desde el instante en el que lo vio patinar con los ojos cerrados y una pequeña sonrisa enmarcando sus labios, Yakov supo que criar a ese chico para ser un campeón mundial sería el mayor desafío de su vida.
La vida de un patinador artístico no era fácil; Yakov lo sabía mejor que nadie. Eran horas dedicadas a la pista, a la música y al amor de un arte que el mundo miraba con admiración. Era, en ocasiones, mirar hacia otro lado, fingiendo ser fuerte cuando se decía adiós, aunque toda tu alma rogara un no. Era despedidas, primero a la familia y luego a los seres que escoges más allá de ella. Era, sobre todo, entregarle tu corazón al hielo y a la cuchilla que lo rompe. El patinaje artístico –y cualquier arte, si se miraba con verdadera atención– a veces implicaba soledad.
Sin embargo, y durante mucho tiempo, a Victor no pareció importarle esto. Enamorado del patinaje artístico y entregando su alma al deporte, era el tipo de persona que no solo había nacido para ello, sino que también había llegado al lugar correcto y estaba dispuesto a demostrarlo. Porque a pesar de los gritos, los regaños y los castigos impuestos una y otra vez mientras iba creciendo y madurando, Victor se posicionó en poco tiempo en el lugar en el que siempre debió haber estado: en el podio de un campeonato mundial, rompiendo récords y besando una medalla oro.
Pero el mundo arrodillándose a tus pies no lo era todo. No podía serlo todo. Y aunque Victor no lo comprendiera aún, algún día –tarde o temprano– estaba seguro de que lo haría, porque a Yakov también le había pasado.
A veces, cuando miraba a Victor desenvolverse en el hielo con la elegancia de una estrella distante que nunca dejaría brillar, Yakov pensaba en sí mismo. Él también había sido un patinador, un campeón; el rey del mundo. Durante muchos años en su vida como patinador competitivo, Yakov había disfrutado de la lluvia de aplausos que lo acompañaban al salir de la pista. Y de la misma arrogante manera en la que Victor sabía de su talento, Yakov caminaba por el mundo, sabiéndose el mejor.
Hasta la noche –una noche muy parecida en la que Victor tuvo un fugaz encuentro con algo que se asemejaba bastante al amor- en la que en un Banquete, Yakov la conoció. Y ella, siempre ella, fue su perdición, su miedo, su fuerza, su llanto y su verdadero amor.
Lilia.
Como una irónica broma, de esas que al destino a veces le gustaba trazar, Yakov presenció algo que jamás creyó ver: descubrió que Victor se dejaba llevar por las manos de un joven ebrio que lo hacía sonreír como nadie en su vida. Y cuando Victor y aquel joven japonés bailaron juntos, riéndose y mirándose como si nadie más existiera en ese salón, Yakov, en lugar de regañarlo como normalmente lo haría por semejante espectáculo, se detuvo al recordar una noche muy similar a esa, muchos años atrás, cuando sus ojos se encontraron con aquella hermosa joven bailarina que en el centro de la pista, danzaba con el patinador cuya coreografía ella había diseñado.
Lilia Baranovskaya.
Mi amada Lilia.
La hermosa chica que creaba música con su cuerpo. La bailarina que irradiaba belleza con aquel vestido azul, ese cabello oscuro acariciando sus hombros, esos movimientos elegantes y envolventes, y esa mirada verde que sabía perfectamente lo que significaba luchar por lo que se anhelaba, sin darse el lujo de rendirse.
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Adiós
FanfictionEllos sabían perfectamente cuánto dolía despedirse de la persona amada. Ellos mejor que nadie sabían lo que significaba decir adiós.