SALVE A LA NUEVA CARNE

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Uno 

Despierto con un nuevo amanecer y descubro que no puedo levantarme de la cama. Todo mi cuerpo está rígido como si la vida me hubiera abandonado; pero no es así, mi pecho sube y baja al compás de mis latidos y de la respiración, mis ojos abiertos se mueven de un lado a otro dentro de las órbitas, los dedos de mis manos se extienden y sujetan con fuerza las sábanas. Son los brazos y las piernas los que se niegan a moverse. A mi lado duerme Lucía, tan serena como una niña, sin darse cuenta de lo que me sucede. Mi boca desobedece las órdenes de mi cerebro y no se abre para reclamar su ayuda. El corazón me palpita con un ritmo desbocado, respiro con dificultad, me siento arder por dentro, como si estuviera incubando una fiebre. Un escalofrío azota mi cerebro: ¿me estaré muriendo?  

Lucía se despierta por fin, estira sus brazos y bosteza. Murmura un apagado buenos días y luego se inclina sobre mí, depositando un beso en mis labios. ¿Cómo es posible que no se dé cuenta de mi inmovilidad? La veo sonreír, a la muy perra, con esa media sonrisa que siempre me ha vuelto tan loco. Luego, se levanta, se calza la bata y me deja aquí solo. ¡Cabrona!  

Mientras me debato por mover mis extremidades durante no sé cuánto tiempo, invade mi olfato un penetrante aroma a café. Oigo a Lucía canturrear como si estuviera aquí a mi lado. Un grito se ahoga en mi garganta, que se resiste a dejarlo escapar.  

Y, de repente, lo escucho. No es el canto de Lucía, que de repente se pierde en la distancia. Es un rumor... que nace dentro de mí. Pero no es mi voz, aunque podría ser un pensamiento espontáneo de mi subconsciente. Parece un coro solemne y terrible que entonara un canto fúnebre. A cada segundo que transcurre, se hace más audible, más real, más presente, ensordece el resto de sonidos que pueda haber a mi alrededor. Por fin logro entender qué dice: venimos. Ya está, así de sencillo. Prefiero pensar que es mi imaginación engañándome, que no hay ningún coro, que son mis sentidos trastornados por esta insólita parálisis. Pero me estoy mintiendo; la voz está ahí. Venimos. ¿Qué coño...? 

Siento como si un remolino localizado en mi estómago absorbiera todo mi cuerpo, triturase huesos y músculos. Y ya no estoy tendido en la cama: o debería decir que ya no sólo estoy tendido en la cama, pues sigo en esa postura y en el mismo lugar, pero ahora también estoy de pie mirando a mi yo postrado, y a la par cruzo la puerta de la habitación, y digo algo, no sé si buenos días a Lucía. Es como si estuviera en todos los sitios a un mismo tiempo y a la vez en ninguno de ellos: como si no estuviera yo, sino que otros ocuparan mi lugar.  

Beso a Lucía, sin pasión, lo que no parece preocuparle. Ella me sonríe, pero también veo algo más: veo su piel descomponerse, como si se calcinara por combustión espontánea, y quedase expuesta la carne carbonizada, que cae reducida a cenizas de sus huesos. Aun así, Lucía no deja de sonreír. Y de nuevo está completa, la aberrante alucinación ha concluido. Algo le está pasando a mi cabeza, seguro. Mientras me tomo un café bien cargado, me dedico a observar a Lucía unos instantes, y ella me sostiene la mirada. Basta con un único parpadeo para que mute otra vez; no puedo describir lo que hay ante mis ojos. Se asemeja a una criatura de figura humana, pero... no es del todo humana. Toda su piel está cubierta de escamas como las de una serpiente, y segrega una sustancia gelatinosa. Y su rostro... una parodia grotesca del original, deformado por una boca monstruosa, poblada de dientes de tiburón. Y esos ojos... no dos, sino varios, no sé cuántos, pero son ojos de araña.  

Hasta que es demasiado tarde, no me doy cuenta de que la taza de café se ha resbalado de mis manos y estallado en el suelo. Yo también he caído, derribado por el vértigo que me acaba de invadir. "Amor, ¿qué pasa? ¿Estás bien, Lázaro?", dice Lucía, que enseguida viene hacia mí, me recoge y toma mis manos entre las suyas. Ahora es la Lucía de siempre, una Lucía humana, la Lucía de la que me enamoré. "Déjame en paz", mascullo, con la boca de repente pastosa, con la sensación de que hiede a mierda. Venimos. Otra vez el coro, que ahoga todo sonido con esa sola palabra, ese simple mensaje, como un gong recorriendo cada átomo de mi carne. 

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