Capitulo 2: La flor de Utah

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  No es éste lugar para hacer un relato de las fatigas y privaciones que tuvieron que soportar los emigrantesmormones hasta que llegaron al refugio definitivo. Habían avanzado esforzadamente, con una constanciaque casi no tiene paralelo en la Historia, desde las orillas del Mississippi hasta las vertientes occidentalesde las Montañas Rocosas. Con tenacidad anglosajona habían vencido cuantos impedimentos podía laNaturaleza cruzarles en el camino; a los salvajes, a las fieras, al hambre, la sed, la fatiga y la enfermedad.Pero aquella larga marcha y los espantos que se iban acumulando habían quebrantado hasta los corazonesde los más fuertes. Ni uno solo dejó de caer de rodillas para hacer una plegaria que le salía del corazóncuando vieron a sus pies el ancho valle de Utah bañado por la luz del sol, y oyeron de labios de su jefeque aquélla era la tierra prometida y que aquellos acres de tierras vírgenes habían de ser suyos parasiempre.Young demostró muy pronto que era tan hábil administrador como jefe decidido. Se trazaron mapas y seprepararon planos, en los que se hizo el proyecto de la futura ciudad. Alrededor de ésta se concedieronterrenos para granjas en proporción a los méritos de cada cual. Al comerciante se le estableció en sucomercio y al artesano en su oficio. Surgieron las calles y las plazas como por ensalmo. En el campo sehicieron labores de drenaje y de vallado, se plantó y se limpió de manera que, al llegar el veranosiguiente, toda la región estaba dorada de trigales maduros. Todo prosperó en aquella extraordinariacolonia. En primer lugar, el gran templo que habían erigido en el centro de la ciudad, se hizo cada vezmás alto y más espacioso. Desde el primer arrebol del alba hasta que cerraba el crepúsculo vespertino, nocesaba de oírse el golpear de los martillos y el chirriar de la sierra en el monumento que los emigradoserigían a Aquel que los había llevado a buen puerto, atravesando mil peligros.Los dos extraviados, John Ferrier y la muchachita, que habían compartido su fortuna y a la que adoptó porhija, acompañaron a los mormones hasta el fin de su peregrinación. La pequeña Lucy Ferrier fue llevadacon bastante comodidad en la galera del anciano Stangerson, refugio que ella compartía con las tresmujeres del mormón y con su hijo, muchacho de doce años, terco y audaz. Habiéndose repuesto, con laelasticidad propia de la niñez, de la emoción que le causó la muerte de su madre, la niña se convirtiópronto en mimada de las mujeres, y se adaptó a esta nueva clase de vida en su casa ambulante de techo deluna. Entretanto, Ferrier, repuesto de sus privaciones, se distinguió como guía útil y cazador infatigable.Tan rápidamente se ganó el aprecio de sus nuevos compañeros, que una vez llegados al final de susandanzas, acordaron por unanimidad que se le otorgase un trozo de tierra tan espacioso y tan fértil comoel de cualquiera de los colonos, con excepción de los del mismo Young y de los de Stangerson, Kemball,Johnston y Drebber, que eran los cuatro principales ancianos.John Ferrier se construyó en la granja adquirida de ese modo una sólida casa de troncos, que en añossucesivos recibió tantos ensanches que acabó siendo un chalet espacioso. Era hombre de sentido práctico,inteligente en sus tratos y hábil de manos. Su constitución férrea le permitía trabajar desde la mañanahasta la noche en la mejora y el laboreo de sus tierras. Por esta razón, su granja y todo cuanto lepertenecía prosperaron de manera extraordinaria. En tres años tenía un pasar mejor que sus convecinos, alos seis estaba en la abundancia, a los nueve era rico, y a los doce no había en toda la ciudad del LagoSalado media docena de hombres que pudieran compararse con él. Desde el gran mar interior hasta lasmontañas de Wahsatch no había nombre mejor conocido que el de John Ferrier.En una sola cosa, y sólo en una, Ferrier hería las susceptibilidades de sus correligionarios. No huborazonamiento ni persuasión que lograse inducirlo a que tomara mujeres siguiendo la norma de suscompañeros. Nunca dio razones por aquella persistente negativa, y se contentó con mantenerse en sudeterminación de una manera resuelta e inflexible. No faltaron algunos que le acusaron de tibieza en lareligión que había adoptado, y otros que lo atribuían a avaricia y a desgana de incurrir en gastos. Otros,por último, hablaban de ciertos amores juveniles y de una joven de cabellos blondos que se consumió denostalgia en las costas del Atlántico. Fuese cual fuese el motivo, Ferrier permaneció rigurosamente célibe.En todos los demás aspectos se amoldó a la religión de la flameante colonia, y ganó fama de ser hombreortodoxo y de recta conducta.Lucy Ferrier creció en la casa de troncos y ayudó a su padre adoptivo en todas sus iniciativas. El aire finode las montañas y el balsámico aroma de los pinares sirvieron a la muchacha de niñera y de madre. Amedida que los años sucedieron a los años fue creciendo y haciéndose cada vez más fuerte, sus mejillas secolorearon más y más su caminar se hizo más elástico. Muchos caminantes que cruzaban por la carreteraque pasaba junto a la granja Ferrier sintieron revivir en su espíritu pensamientos hacía mucho tiempoolvidados, al contemplar su figura esbelta y juvenil, paseando por los campos de trigo, o al verla cruzarmontada en el caballito mustang de su padre, al que gobernaba con la gracia y soltura de una verdaderahija del Oeste. Así es como el capullo se hizo flor, y el mismo año que vio a su padre convertido en elmás rico de los granjeros, la convirtió a ella en un ejemplar de muchacha norteamericana tan preciosacomo la que más en toda la vertiente del Pacífico. Pero no fue el padre el primero en descubrir que la niñase había desarrollado hasta convertirse en mujer. Eso ocurre muy raras veces. Ese cambio misterioso esdemasiado sutil y demasiado gradual para que pueda ser medido por fechas. Y la que menos se entera deello es la propia doncella, hasta que el tono de una voz o el contacto de una mano hacen estremecer sucorazón, y comprende, con una mezcla de orgullo y de temor, que ha despertado dentro de ella unanaturaleza nueva y de mayor vuelo. Son pocas las que no recuerdan ese día y no conservan la memoriadel pequeño incidente que anunció el alborear de una nueva vida. En el caso de Lucy Ferrier, la ocasiónfue en sí misma seria, independientemente de su influencia futura en el destino de la joven y en el de otrosmuchos, además de ella.Era una calurosa mañana de julio, y los Santos del Último Día andaban tau atareados como las abejas,cuya colmena habían elegido para emblema de su pueblo. Tanto en los campos como en las callesresonaba el mismo bordoneo de actividad humana. Por las polvorientas carreteras desfilaban largas reatasde mulas pesadamente cargadas que iban todas en dirección hacia el Oeste, porque en California habíaestallado la fiebre del oro, y la ruta continental cruzaba por la ciudad de los Elegidos. Venían tambiénrebaños de ovejas y de ganado vacuno desde las tierras de pastos lejanas, y cortejos de emigrantes en losque hombres y caballos estaban fatigados por igual de su marcha interminable. Por entre toda aquellamultitud abigarrada, abriéndose camino con la habilidad de un perfecto jinete, galopaba Lucy Ferrier, lacara sonrosada encendida por el ejercicio y su larga cabellera castaña flotando a las espaldas. Llevaba unencargo de su padre para realizar en la ciudad, y marchaba a cumplirlo como lo había hecho otras muchasveces, con toda la decisión de la juventud, pensando únicamente en su tarea y en cómo tenía querealizarla. Aquellos aventureros, sucios de viajar, se la quedaban mirando con asombro, y hasta losestólidos indios, que se trasladaban de un lado a otro con sus pieles, aflojaban su habitual estoicismocontemplando maravillados la belleza de la doncella de rostro pálido.Había llegado ya a los arrabales de la ciudad cuando se encontró la carretera bloqueada por un granrebaño de ganado vacuno, conducido por media docena de pastores de las llanuras de aspecto salvaje.Llevada de su impaciencia, intentó atravesar este obstáculo lanzando su caballo por lo que creyó que eraun espacio libre entre la masa. Sin embargo, apenas se hubo metido, la manada se cerró a sus espaldas, yse vio encerrada por completo en aquel río movedizo de animales vacunos, de fiera mirada y largoscuernos. Acostumbrada como estaba a manipular el ganado, no se alarmó de verse en aquella situación,sino que aprovechó todas las circunstancias de impulsar a su caballo hacia adelante, con la esperanza deabrirse camino por entre la cabalgata.. Por desgracia, ya fuese accidentalmente o de una maneradeliberada, los cuernos de uno de los animales chocaron violentamente contra el costado del mustang, y loenloquecieron. Instantáneamente se alzó sobre sus patas traseras, dando un bufido de rabia, y saltó ycorcoveó de una manera que habría desarzonado al jinete más diestro. La situación estaba llena depeligros. Cada avance del enloquecido caballo le hacía chocar otra vez con los cuernos, y ese choqueservía para enfurecerlo más. Todo lo que la muchacha podía hacer era procurar mantenerse en la silla,porque el deslizarse de la misma equivalía a una muerte espantosa bajo las pezuñas de aquellos animalesindómitos y asustados. Como no estaba acostumbrada a tales circunstancias inesperadas, empezó a darlevueltas la cabeza y a aflojarse la presión de sus manos en la brida. Sofocada por la nube de polvo que selevantaba y por el vaho de aquellos animales forcejeantes, quizá hubiese abandonado sus esfuerzos, presade desesperación, a no ser por una voz cariñosa que resonó a un costado suyo, dándole la seguridad de suayuda. En el mismo instante, una mano morena y forzuda agarró al asustado caballo por la barbada, y abriéndosecamino entre el rebaño, no tardó en sacarlos a terreno libre. 

Estudio en escarlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora