Capitulo 7: Conclusion

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  Se nos había advertido que todos nosotros debíamos comparecer el jueves ante los magistrados; perocuando llegó ese día no hubo necesidad de nuestro testimonio. El juez de más alta categoría se habíahecho cargo del asunto, y Jefferson Hope había sido llamado ante un tribunal en el que se le iba a hacerestricta justicia. La misma noche que siguió a su captura estalló el aneurisma, y a la mañana siguiente fueencontrado caído en el suelo de la celda; su rostro estaba revestido de una plácida sonrisa, como si en losmomentos de su agonía hubiera vuelto la vista hacia una vida inútil y hacia una tarea debidamentecumplida 

—Esta muerte sacará de quicio a Gregson y Lestrade —hizo notar Holmes, cuando charlábamos la nochesiguiente sobre el caso—. ¿En qué va a que-dar ahora la gran propaganda suya? 

—Yo no veo que ellos hayan tenido mucho que hacer en su captura —le contesté. 

—No tiene importancia alguna lo que usted haga en este mundo —me respondió con amargura micompañero—. La cuestión es que no puede usted hacer creer a los demás lo que usted ha realizado. Noimporta —prosiguió, después de una pausa, en tono más alegre—. Por nada del mundo habría yo queridoperderme esta investigación. Es el caso mejor de todos los que yo recuerdo. Aunque sencillo, hubo en élvarios detalles muy aleccionadores. 

—¡ Sencillo! —exclamé. 

—Sí; la verdad es que no puede calificársele de otro modo —dijo Sherlock Holmes sonriéndose al ver misorpresa—. La prueba de su intrínseca sencillez es que me fue posible atrapar al criminal en menos de tresdías sin ninguna ayuda, salvo algunas deducciones muy corrientes. 

—Es cierto —le dije.—Ya le tengo explicado que todo aquello que se sale de lo vulgar no resulta un obstáculo, sino que esmás bien una guía. El gran factor, cuando se trata de resolver un problema de esta clase, es la capacidadpara razonar hacia atrás. Esta es una cualidad muy útil y muy fácil, pero la gente no se ejercita mucho enella. En las tareas corrientes de la vida cotidiana resulta de mayor utilidad el razonar hacia adelante, y poreso se la desatiende. Por cada persona que sabe analizar, hay cincuenta que saben razonar por síntesis. 

—Confieso que no le comprendo —le dije. 

—No esperaba que me comprendiese. Veamos si puedo plantearlo de manera más clara. Son muchaslaspersonas que, si usted les describe una serie de hechos, le anunciarán cuál va a ser el resultado. Soncapaces de coordinar en su cerebro los hechos, y deducir que han de tener una consecuencia determinada.Sin embargo, son pocas las personas que, diciéndoles usted el resultado, son capaces de extraer de lo máshondo de su propia conciencia los pasos que condujeron a ese resultado. A esta facultad me refierocuando hablo de razonar hacia atrás; es decir, analíticamente. 

—Lo entiendo —dije.

—Pues bien: éste era un caso en el que se nos daba el resultado, y en el que teníamos que descubrir todolo demás nosotros mismos. Voy a intentar exponerle las diferentes etapas de mi razonamiento.Empecemos por el principio. Llegué a la casa, como usted sabe, a pie y con el cerebro libre de toda clasede impresiones. Empecé, como es natural, por examinar la carretera, y descubrí, según se lo tengoexplicado ya, las huellas claras de un carruaje, y este carruaje, como lo deduje de mis investigaciones,había estado allí en el transcurso de la noche. Por lo estrecho de la marca de las ruedas me convencí deque no se trataba de un carruaje particular, sino de uno de alquiler. El coche Hansom de cuatro ruedas quellaman Growler es mucho más estrecho que el particular llamado Brougham. Fue ése el primer punto queanoté. Avancé luego despacio por el sendero del jardín, y dio la casualidad de que se trataba de un suelode ardua, extraordinariamente apto para que se graben en el mismo huellas. A usted le parecera, sin duda,una simple franja de barro pisoteado, pero todas las huellas que había en su superficie encerraban unsentido para mis ojos entrenados. En la ciencia detectivesca no existe una rama tan importante y tanolvidada como el arte de reconstruir el significado de las huellas de pies. Descubrí las fuertes pisadas delos guardias, pero vi también la pista de dos hombres que habían pisado primero el jardín. Era cosa fácilafirmar que habían pasado antes que los otros, porque en algunos sitios sus huellas habían quedadoborradas del todo al pisar los segundos encima mismo. Es como fabriqué mi segundo eslabón, que meinformó de que los visitantes nocturnos habían sido dos, uno de ellos notable por su estatura (lo quecalculé por la longitud de su zancada) y el otro elegantemente vestido, a juzgar por la huella pequeña yelegante que dejaron sus botas.Esta última deducción quedó confirmada al entrar en la casa. Allí tenía delante de mí al hombre biencalzado. Por consiguiente, si había existido asesinato, éste había sido cometido por el individuo alto. Elmuerto no tenía en su cuerpo herida alguna, pero la expresión agitada de su rostro me proporcionó lacerteza de que él había visto lo que le venía encima. Las personas que fallecen de una enfermedadcardíaca, o por cualquier causa natural repentina, jamás tienen en sus facciones señal alguna de emoción.Cuando olisqué los labios del muerto pude percibir un leve olorcillo agrio, y llegué a la conclusión de quese le habia obligado a ingerir un veneno. Deduje también que le habían obligado a tomarlo por laexpresión de odio y de temor que tenía su rostro. Había llegado a este resultado por el método de laexclusión, porque ninguna otra hipótesis se ajustaba a los hechos. No vaya usted a imaginarse que se tratade una idea inaudita. No es, en modo alguno, cosa nueva, en los anales del crimen, el obligarle a lavíctima a ingerir el veneno. Cualquier toxicólogo recordará en seguida los casos de Dolsky, en Odesa, yde Leturier, en Montpellier.A continuación se me presentó el gran interrogante del móvil. Éste no había sido el robo, puesto que no lehabían despojado de nada. ¿Se trataría, pues, de política o mediaba una mujer? Tal era el problema conque me enfrentaba. Desde el primer instante me sentí inclinado a esta última suposición. Los asesinospolíticos tienen por costumbre darse a la fuga en cuanto han realizado su cometido. Este asesinato, por elcontrario, había sido llevado a cabo de un modo muy pausado, y quien lo perpetró había dejado huellassuyas por toda la habitación, mostrando con ello que había estado presente desde el principio hasta el fin.Ofensa que exigía un castigo tan metódico era, por fuerza, de tipo privado, y no político. Al descubrirseen la pared aquella inscripción, me incliné más que nunca a mi punto de vista. Estaba demasiado claroque aquello era una aliagaza.Pero la cuestión quedó zanjada al encontrarse el anillo. Sin duda alguna, el asesino se sirvió del mismopara obligar a su víctima a hacer memoria de alguna mujer muerta o ausente. Al llegar a este punto fuecuando pregunté a Gregson si en su telegrama a Cleveland había indagado acerca de algún punto concretode la vida anterior del señor Drebber. Usted recordará que me contestó negativamente. Procedí acontinuación a escudriñar con mucho cuidado la habitación, y el resultado me confirmó en mis opinionesrespecto a la estatura del asesino, y me proporcionó los detalles adicionales referentes al cigarro deTrichinopoly y a la largura de las uñas. Al no ver señales de lucha, llegué, desde luego, a la conclusión deque la sangre que manchaba el suelo había brotado de la nariz del asesino, debido a su emoción. Pudecomprobar que la huella de la sangre coincidía con la de sus pisadas. Es cosa rara que una persona, comono sea de temperamento sanguíneo, sufra ese estallido de sangre por efecto de la emoción, y por elloaventuré la opinión de que el criminal era, probablemente, hombre robusto y de cara rubicunda. Loshechos han demostrado que mi juicio era correcto.Cuando salimos de la casa procedí a realizar lo que Gregson había olvidado. Telegrafié a la Jefatura dePolicía de Cleveland, circunscribiendo mi pregunta a lo relativo al matrimonio de Enoch Drebber. Lacontestación fue terminante. Me informaba de que ya con anterioridad había acudido Drebber a solicitarla protección de la ley contra un antiguo rival amoroso, llamado Jefferson Hope, y que este Hope seencontraba en Europa. Sabía, pues, que ya tenía en mis manos la clave del misterio, y sólo me quedabaatrapar al asesino. En ese momento había yo llegado mentalmente a la conclusión de que el hombre quehabía entrado en la casa con Drebber no era otro que el mismo cochero del carruaje. Las marcas quedescubrí en la carretera me demostraron que el caballo se había movido de un lado a otro de una maneraque no lo habría hecho de haber estado alguien cuidándolo. ¿Dónde, pues, podía estar el cochero, comono fuese dentro de la casa? Además, es absurdo suponer que ninguna persona que se encuentre en su sanojuicio cometa un crimen premeditado a la vista misma, como si dijéramos, de una tercera persona quesabe que lo delatará. Y, por último, si alguien quiere seguirle los pasos a otra persona en sus andanzas porLondres, ¿qué mejor medio puede adoptar que el de hacerse conductor de un coche público?Todas estas consideraciones me llevaron a la conclusión de que a Jefferson Hope habría de encontrarloentre los aurigas de la metrópoli. Si él había trabajado de cochero, no había razón de suponer que hubiesedejado ya de serlo. Todo lo contrario: desde el punto de vista suyo, cualquier cambio repentino podríaatraer la atención hacia su persona. Lo probable era que, por algún tiempo al menos, siguiesedesempeñando sus tareas. Tampoco había razón para suponer que. actuase con un nombre falso. ¿Páraqué iba a cambiar el suyo en un país en el que éste no era conocido por nadie? Por eso organicé mi cuerpode detectives vagabundos, y los hice presentarse de una manera sistemática a todos los propietarios decoches de alquiler de Londres, hasta que huronearon dónde estaba el hombre tras del que andaba yo. Aúnestá fresco en la memoria de usted el recuerdo del éxito que obtuvieron y de lo rápidamente que yo meaproveché del mismo. El asesinato de Stangerson fue un episodio completamente inesperado, pero que encualquier caso habría resultado difícil de evitar. Gracias al mismo, como usted ya sabe, entré en posesiónde las píldoras, cuya existencia había conjeturado. Como usted ve, el todo constituye una cadena deilaciones lógicas sin una ruptura ni una grieta. 

—¡ Es asombroso! —exclamé—. Es preciso que sus méritos sean reconocidos públicamente. Deberíausted publicar un relato del caso. Si usted no lo hace, lo haré yo por usted. 

—Usted, doctor, puede hacer lo que le venga en gana —me contestó.—. Fíjese! Eche un vistazo a esto —agregó, entregándome un periódico. 

Era el Echo del día, y el párrafo que Holmes me señalaba se refería al caso en cuestión.«El público —decía— ha perdido un plato sensacional con la repentina muerte del individuo llamadoHope, sospechoso de haber asesinado al señor Enoch Drebber y al señor Joseph Stangerson. Es probableque ya nunca se hagan públicos los detalles del caso, aunque nosotros nos hemos enterado por fuente muyautorizada de que el crimen fue consecuencia de una vieja y romántica enemistad, en la que intervinieronel amor y el mormonismo. Según parece, ambas víctimas pertenecieron en su juventud a los Santos delUltimo Día, y también Hope procede de Salt Lake City. Aunque este caso no hubiera producido ningúnotro efecto, servirá, por lo menos, para poner de manifiesto del modo más elocuente la eficacia de nuestraPolicía detectivesca, enseñando a todos los extranjeros que obrarán prudentemente saldando suscuestiones personales en su propio país, sin traerlas al territorio británico. Es un secreto a voces que elmérito de esta inteligente captura se debe por completo a los funcionarios de Scotland Yard señoresLestrade y Gregson. El criminal fue detenido, según parece, en las habitaciones de un tal señor SherlockHolmes, persona que, a titulo de aficionado, ha demostrado poseer algún talento en la especialidaddetectivesca, y que, con maestros como aquéllos, podrá quizá llegar, andando el tiempo, a adquirir, hastacierto punto, su misma habilidad. Se espera que, a título de reconocimiento adecuado de sus servicios, seorganizará en honor de dichos funcionarios alguna clase de homenaje.» 

—¿No se lo dije yo desde el principio? —exclamó Sherlock Holmes, echándose a reír—. El resultado detodo nuestro Estudio en escarlata es ése: ¡ conseguir para ellos un homenaje! 

—No importa —le contesté—. Yo he anotado en mi Diario todos los hechos, y el público los sabrá.Confórmese, mientras tanto, con la conciencia del éxito, igual que aquel romance avaro.

           

Estudio en escarlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora