La radio siempre fue para mí lo que una pelota para un amante del fútbol o una raqueta para un amante del tenis. La estática, las voces encajonadas, nítidas, la música. Todo. Amé, y aún lo sigo haciendo, todo lo que rodea a esos aparatos tan bien diseñados, tan útiles y tan bien valorados.
Cuando apenas tenía seis años, mis padres me regalaron una vieja y polvorienta radio. Lo primero que noté, recuerdo, fue la similitud de esta con un reloj de mesa. Imagínense ustedes la emoción que sentí en el momento en que comenzaron a brotar sonidos y palabras de aquel aparato. Había pertenecido a mi padre en su infancia, y, aunque sus funciones se encontraban trastocadas, plantó en mí la semilla de la pasión.
A los quince años, me compré una nueva máquina tras algunos meses de ahorro (vaya, cómo sufrí por no tener dinero para golosinas o revistas). Mi propia radio. No era de última generación, ni tenía muchos más botones que la vieja Radionic, pero sí menos polvo, y era mía. La había visto en la vidriera de una tienda una noche de lluvia, y al instante me enamoré de ella. La quería, la necesitaba, la deseaba. La bauticé como «Lucy», que proviene de «Lucy in the Sky with Diamonds», la primera canción que escuché en la vieja radio de papá.
Instalé a Lucy en mi cuarto, a pesar de las molestias que les generaba a mis padres. Ellos trabajaban en casa y trataban de mantener la calma y el silencio durante todo el día, pero había deseado tanto a Lucy, que simplemente no pude dejarla en el garaje. Ese no era un buen lugar para ella. Había ratas, telas de araña y quién sabe cuántas alimañas más. Se me crispan los nervios solo de pensar qué le podría haber ocurrido allí dentro. Al cabo de algunas discusiones acaloradas, ellos cedieron. Esos fueron días buenos. Aún no conocía a Lucas. Jodido imbécil.
Lucas Mortez era uno de mis compañeros de clase, lo que tradicionalmente se conoce como un amigo. Supongo que yo le agradaba porque tenía una de las nuevas Sega Genesis. Además, tenía los últimos y más divertidos juegos. Vamos, por lo menos así lo pintaban las propagandas, y debido al éxito en ventas que supuso, imagino que así habrá sido. Él venía a casa y pasábamos toda la tarde juntos. Él en la consola y yo en la radio. A mí no me gustaba la idea de perseguir y corretear detrás de anillos, golpear oponentes hasta que su barra de energía se reduzca a la nada misma o ganar la Copa Mundial en la máxima dificultad. Es probable que esa haya sido la base de la buena relación que mantuve con él en esos días. Él solo quería jugar. O eso es lo que yo creí, maldita sea.
En el día más ventoso y encapotado de todo aquel invierno, Lucas fue a mi casa a pasar la tarde. En la primera hora de clase me había mostrado un nuevo juego que había conseguido prestado, y, tras su súplica, me vi obligado a invitarlo. El viento soplaba fuerte, haciendo repicar los vidrios y estremecer a mi casa, un viejo mastodonte victoriano ahora ya sepultado debajo de un edificio de decenas de pisos. Más temprano que tarde, se comenzó a gestar una terrible y devastadora tormenta, que quedaría en la memoria colectiva de la ciudad como la más grande hasta la fecha. Copos de nieve del tamaño de pelotas de tenis se impregnaban al suelo y en derredor cuando se cortó la luz. Lucas, que había estado jugando sin percatarse de la magnitud de la tormenta, se volteó en mi dirección, reclamando una respuesta. Le señalé la venta que pendía al otro lado de la habitación, repleta de nieve. Él soltó un gruñido de furia y lanzó el controlador de la consola que tenía en su mano al suelo con todas sus fuerzas. O por lo menos así lo creí yo en ese momento. Una de las teclas saltó, volando por el cuarto sin un rumbo fijo, estrellándose contra el suelo con un sonido hueco. Mi madre preguntó si estaba todo bien, y (¿por qué no?) contesté que sí.
A las seis de la tarde, la nieve se había acumulado en las calles. La profundidad era de diez o quince centímetros, cuanto menos, según lo que pude observar. Todavía funcionaba la red telefónica. La bendita red telefónica. Fue entonces cuando recibimos dos llamados, dos noticias. Distantes una de la otra, unidas únicamente por la desgracia que desencadenarían. La primera fue de los padres de Lucas. Se encontraban preocupados de su hijo, además de incapacitados para abandonar su hogar e ir a buscarlo. Pidieron a mi madre cobijo, y ella aceptó sin pensárselo dos veces. Fue una buena mujer. Siempre lo fue, y estoy orgulloso de ella. La segunda (con seguridad la peor) llegó desde uno de los sanatorios privados de la ciudad, cuyo nombre no recuerdo. Mi padre había salido horas atrás al centro de la ciudad y había sufrido un accidente. Mientras volvía, su auto patinó en la carretera y se descarriló, cayendo por un pequeño risco. La enfermera que nos contactó dijo que no era algo de lo que preocuparse, de lo que temer. Él se encontraba estable, aunque debió permanecer algunos días en el hospital, reposando.
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La hora Zero
HororHistorias, leyendas y creepypastas que no te dejaran dormir tranquilamente... ATENCION las historias aqui presentadas son sacadas de una pagina un poco olvidada a mi parecer el link de la pagina es... Www.leyendas-urbanas.com De vez en cuando subire...