4

30 2 0
                                    


Pasaban los días y el maldito dragón no aparecía por ningún lado.

Nadie estaba seguro de que procedía en aquel momento; ni siquiera el gobernador, que permanecía extrañamente callado mientras el resto discutían sobre el tema.

Solo había tres posibilidades. O bien el dragón había muerto durante el combate con Abramson, cosa que, ¿para qué engañarse?, era poco probable; o se había atrincherado en su cueva, en cuyo caso debían tomar la iniciativa ellos. Algo arriesgado, porque precisamente la tercera opción, era que la sierpe estuviera esperando a que ellos se movieran de sus posiciones para atacarles por sorpresa.

Pero había alguien en la sala que en aquel momento tenia mayores preocupaciones que el dragón.

Tom Brizna Humeante no era más que un simple sirviente viejo. Pero justamente esas dos cosas eran las que le hacían temer peligros más cercanos que aquel sobre el que debatía todo el mundo.

Por viejo, había llegado a vivir dos usurpaciones de poder a la fuerza, y en aquel momento la olía cerca, tan bien como sus pobres huesos le anticipaban la lluvia.

Por su condición de sirviente, su presencia, ante cualquiera con un mínimo de poder militar o político, era equiparable a la de una cucaracha. Mientras no fuera una conversación excesivamente transcendente, a nadie le importaba que el viejo Tom estuviera por allí cerca mientras hacían algo indecoroso o intimaban con quien no debían.

En los últimos meses, Tom había visto como Rachna Berilo conversaba con varias figuras clave de la fuerza militar de la ciudad, cosa nada habitual en ella. Y aunque no había escuchado nada de aquellas conversaciones, estaba casi seguro de que lo que estaba haciendo realmente era buscar su apoyo. Además, entre las personas a las que Rachna camelaba estaba Ironio.

Pese a que mucha gente les presuponía encarnizados rivales, Tom sabía que entre ambos existía algo más que una cordial relación. Aun con todo, conociéndola como la conocía, Tom apostaría sus escasos ahorros a que la maga, en absoluto dejaba de tener presente que Ironio podía ser un problema para ella, sino entonces, en el futuro. Lo que le preocupaba es que del chico no sabia demasiado, y temía que su juventud le hiciera dejarse llevar ciegamente por ella. Si no era así, aun había posibilidades de que llegaran a matarse entre ellos antes de colaborar para quitarse de encima al gobernador, pero si no... Sencillamente no quería ni imaginar lo que supondría que la ciudad quedara en manos de aquella demente.

Los soldados no eran de fiar, se plegarían enseguida si veían que Berilo ganaba ventaja. Además, el gobernador no les pagaba demasiado bien. También estaba seguro de que Rachna no dudaría, ni un segundo, en gastar todo lo que encontrara dentro de las cámaras para contratar mercenarios que engrosaran las filas, lo suficiente como para ir conquistando el resto del territorio.

Miró al gobernador. El hombre estaba demasiado relajado para su gusto. No podía entenderlo. Siempre le había parecido algo imbécil, pero no hasta el punto de subestimar dos peligros como los que se le venían encima. Seguro que él también notaba que se cocía algo. El gobernador siempre había temido que el poder de las magas se volviera en su contra ¿Cómo entonces, justo en aquel momento, bajaba la guardia?

Cansados de una discusión que no llevaba a ningún lado, los presentes decidieron tomar un descanso. El gobernador no se movió de su asiento. En lugar de eso, hizo un gesto a Tom para que se acercara.

— Tom, ¿le has dicho a Loreta lo que te dije?

—Sí, mi señor ¿Quiere que vaya a ver si tiene lista su cena?

—Sí, por favor, tráemela ya. Me muero de hambre.

—Por supuesto, mi señor— respondió Tom con una leve inclinación.

Volvió a los pocos minutos con una bandeja, sobre la cual descansaba un enorme pavo asado rodeado de patatas, pimientos y las salchichas más grandes que Loreta había encontrado en el mercado.

El gobernador comenzó a salivar y a frotarse las manos nada más ver a Tom con ella. Este apenas llegó a ponerla en la mesa antes de que empezara a engullir.

—Mi señor...

—¿Mmmmmemieres?

—Se que no soy más que un sirviente, pero me gustaría poder hablar con usted un momento.

Sin dejar de zampar, ni apartar los ojos de su comida, el gobernador le señaló la silla de al lado, y luego le ofreció su copa de vino, aun intacta.

EL ORGULLO DE LA SIERPE #ColoredAwards2017Donde viven las historias. Descúbrelo ahora