Principios de demencia

62 1 0
                                    

Una mustia tarde de invierno inunda la ciudad de Sevilla, marrón, oscura. El ocaso se deja ver mucho más triste de lo que había sido hace un par de días, antes de que todo ocurriera, pero no quiero hablar de eso, es extremadamente horripilante. De todas formas, ya era demasiado tarde para redimirse, ¿no es así? La culpa me carcome la conciencia y el alma la tengo tan atormentada que en varias ocasiones pensé en vendérsela a algún ente maligno que estuviese interesado en una tan desquiciada y ponzoñosa como la mía. Creo que ni Satanás desearía mi estancia en el infierno.

-"¡Cómo fui capaz de eso!"- medito en silencio.

-"¡Vamos, Lucas! No es para tanto"-reprocha un pensamiento fugaz.

-"¡¿Qué?! ¡¿No es para tanto dices?!- me altero- "¡Le hice daño, demasiado daño! La...la maté..."-.

Rompo a llorar cual niño desconsolado que ha perdido de vista a sus padres en un enorme parque repleto de gente desconocida. Pero yo, yo no he perdido a mis padres en un estúpido parque, es aún peor, he perdido, en un abrir y cerrar de ojos, lo único que quedaba en mi miserable vida.

Sigo llorando.

¡Vaya, estoy realmente arrepentido! ¿hasta cuándo durará este sentimiento de culpa? ¿los asesinos también lo sienten?
En un intento de olvidarme de todo aquello, miro por la gran ventana que conecta el álgido salón de mi casa con el exterior. A pesar del sombrío ambiente que cubre la mayor parte de la calle, puedo vislumbrar un grupo de hojas que retozan alegremente al compás de la brisa invernal, aunque pensándolo mejor, parece ser que las hojas son arrastradas de un lado a otro, en su contra, a merced del tirano viento. Desvío mi mirada hacia una fila de árboles llenos de vida, verdes y frondosos, no obstante, si veo con detenimiento sus leñosos troncos, puedo notar como me hacen muecas escabrosas, como de dolor, de sufrimiento, como si la tierra de la que obtienen sustento los estuviese torturando, quemándolos por dentro.

Comienzo a sentirme incómodo y una gota de sudor frío recorre mi sien. Está bajando, mi mejilla nota el estrecho camino de angustia que va dejando tras sí, pero, ya no está, la gota está viajando por el aire con destino hacia el suelo. Estoy seguro de que no tiene la más remota idea de su estrepitoso final.

Poso mis ojos de nuevo en la hórrida mueca de los árboles, quienes no solo me observan sino que susurran una frase que apenas logro entender. Escucho la gota estrellándose contra el suelo:

-¡Al infierno, como "ella"!- murmuran con voz quejumbrosa, casi quebradiza- ¡Al infierno, como "ella"!

Se me hiela la sangre, el terror me está angustiando, me cuesta respirar y siento un nudo en la garganta:

-¡Fue un accidente!- vocifero con el último aliento que me queda- ¡Vosotros sois los que tenéis que ir al infierno, criaturas del inframundo!

Termino entre sollozos y reparo cómo las lágrimas acarician mis mejillas, brotan de mis ojos para tener la misma muerte que la desafortunada gota de sudor, terminar destrozadas por el gélido suelo de mi casa.

Mañana será otro día.

Mi mente se apacigua, mis ojos se cierran, mis músculos se relajan tanto que casi me duelen y entro en un sueño profundo del que ni siquiera pienso escapar.

SensibleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora