Sobre las nueve, la jefa de mi sección, Pilar, se acercó a saludarme. Era bajita y rechoncha, como una peonza, pero no tan fea que a uno le doliera mirarla. Solo era fea moderadamente, y casi todo por culpa de la ropa que llevaba, de color negro. No le favorecía nada a la cara, toda ella sombra de ojos. Me pregunté si al señor Gris le gustaría que la jefa de Sección fuera de negro como una viuda acabada de salir del velatorio. Pero luego caí en la cuenta: estaba en la función pública, ahí cada uno vestía como le daba la gana. Guau. Era libre como el viento, y encima con dinero y trabajo hasta que me jubilaran a los setenta u ochenta años. Pero eso era mejor no decírselo a Angustias. No quería provocarle más zozobra ni desazón.
—Ven, te acompaño al despacho del jefe. Acaba de llegar. Ya le dijimos que teníamos chica nueva en la oficina —dijo Pilar, en un tono que sonó… cómo diría, así como uuuuuf, chica nuevaaaaa en la oficinaaa.
A pesar de todo me cayó bien. Y era atractiva si te gustaban las viudas o las góticas. O las gordas.
Me dispuse a acompañarla, inquieta y con las rodillas hechas un nudo y la traquea traqueteante. Por fin iba a conocer a un auténtico jefe de servicio.
Al cruzar el pasillo, vi al fondo, tras unas puertas de cristal, la máquina del café, y a Román rodeado de un montón de mujeres que se reían y se dejaban abotonar las blusas. Ya me habían dicho que la proporción de hombres y mujeres en la función pública estaba algo descompensada… ¡Pero aquello era demasiado! ¡Y tan temprano! Con la de cartas que había por ensobrar y mandar, y ese ahí dándole a la lengua con un montón de arpías sin dignidad que le reían las gracias.
—Es aquí —dijo Pilar en cuanto llegamos a la puerta del despacho del fondo.
Salí de mi enmimismamiento. Instintivamente, me atusé el cabello y resoplé.
La puerta. Estaba allí. Cerrada. Me miraba. Yo la miraba. El señor Gris. Vi el cartelito con su nombre en un lateral y mi corazón se puso a mil por hora, y eso que aún no lo conocía. En el cristal del cartel me vi roja como un clavel.
—Bueno, te deseo suerte. Él es algo…
—Especial —dije, ya muy escamada, con la mosca detrás de las orejas y la ceja enarcada.
Pilar lanzó un suspiro, y luego me miró, y lanzó otros dos.
—Él te lo enseñará todo… —añadió, con la mirada baja.
Me dio un repelús.
Todo.
El señor Gris.
Pilar llamó a la puerta, y la abrió. No osé ni asomar la cabeza; ella sí.
—Marco, aquí está la nueva.
No me pareció que dijera “venga, que entre” ni nada por el estilo. Solo escuché un suspiro muy raro, que no era de Pilar. Esta me invitó a pasar. Y yo pasé, pero con el pie derecho puesto en el izquierdo y viceversa.
Allí estaba él, sentado en el sillón, con las manos entrelazadas sobre la mesa del despacho, de un modo seductor. Era moreno como el azabache, y sus ojos eran negros como la antracita y la hulla juntas. La barba de un día delimitaba su mandíbula cuadrada de una forma que te hacía decir guau, ¿cómo no habré aprobado antes? El cuerpo parecía estar bien, al menos el traje le quedaba que ni pintado. Era elegante como un banquero. Pero si lo mirabas bien parecía un ministro. Estaba tan serio como uno de ellos. Destilaba erótica del poder. Lo miré mejor y me recordó a un actor. Y el despacho en penumbra. A través del ancho ventanal se veían más edificios administrativos en torno a una amplia plaza nevada. Pero yo lo veía todo gris.