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Conocí a un chico una vez

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Conocí a un chico una vez. Era valiente, atrevido y olvidadizo. Se dejaba llevar, era de esa clase de personas que actúa y luego piensa y, cuando viajaba, dejaba una prenda de ropa en cada sitio en el que se alojaba.


Era todo lo que yo no soy. Le gustaba experimentar, improvisar y conocer a cuanta gente pudiera. Mientras que yo era de ideas fijas, de crear un plan antes de actuar y de disfrutar más de mi compañía que de la del resto del mundo.

Estábamos en diciembre, en un pequeño hostal ecológico perdido por la costa de Bali. Dormíamos en camas contiguas, él llevaba allí dos días cuando yo llegué y, como si me conociera de toda la vida, se ofreció a enseñarme los alrededores. Podría haberme negado, haber decidido que no era demasiado sabio irme con un desconocido a recorrer las calles de un país al que acaba de llegar. Pero no lo hice. Quizás fue ese algo en su sonrisa que gritaba aventura, o ese brillo en los ojos que ansiaba descubrir algo nuevo, o que yo había decidido que aquel viaje no iba a encerrarme en mí misma; pero no lo dudé un instante cuando me ofreció uno de los cascos que llevaba en la vespa.

Jamás había montado en moto y me agarré a su cintura como si me fuera la vida en ello. La forma de conducir de los balineses, que parecían tener sus propias normas viales, no hacía más que crisparme los nervios. Pero él no se amedrentaba. Me gritaba que el truco era aparentar que sabías lo que hacías y a donde ibas, aunque en realidad estuvieras al borde de un ataque de pánico. Parecía funcionar, pero me alegré de no ser yo la que conducía.

Le pregunté que a dónde íbamos, aquellas calles tan pequeñas, con tantos recovecos y curvas, me desorientaban completamente y había perdido la noción del espacio. Él me dijo que no estaba seguro, que no importaba, que tenía hambre y que quería encontrar un buen sitio donde comer algo típico, porque quería que yo empezara con buen pie.

Apenas recuerdo cómo era el sitio en el que paramos, ni dónde nos sentamos, ni cuánto pagué por aquel enorme plato de arroz y verduras. Recuerdo cómo se le iluminó el rostro cuando dije que quería probar el surf, o cómo hablaba de la forma de vida que tenían por allí, o cómo se me quedó mirando cuando admití que era la primera vez que viaja sola.

Recuerdo sus chanclas amarillas, porque una de ellas acabó destrozada al intentar frenar la moto para no atropellar a un perro. Recuerdo el movimiento de su pelo cuando decidió no ponerse casco porque chorreaba agua de mar. Recuerdo su forma de sentarse para desayunar. Recuerdo se tono de voz cuando dijo "vamos a hacer una locura".

Pasamos una mañana metidos en el mar, yo intentando no morir ahogada y él intentando que yo aprendiera algo de surf con poco éxito. El agotamiento me atenazaba los músculos cuando salí del agua y me dejé caer sobre la arena, sin importarme que se me fuera a pegar todo al cuerpo.

El último día que pasé allí, antes de moverme a otra parte del país, estaba siendo terriblemente caluroso. Me refugiaba como podía en una zona en sombra de la piscina, huyendo del sol abrasador y de una humedad insoportable. No había sabido nada de él en todo el día, pero debía moverme de donde me encontraba si quería cenar. Salía de darme una ducha de agua fría cuando me agarró suavemente por la muñeca y, con los ojos muy abiertos y con un brillo impaciente en ellos, dijo "ahora o nunca".

Me puse lo primero que pude y me subí a la moto sin siquiera preguntar a qué se refería. Aquella noche calurosa compartimos un gran plato de curry y acabamos entrando a un estudio de tatuaje cogidos de la mano. Era un sitio limpio que tenía buena fama en la zona y él quería que nos hiciéramos un tatuaje cada uno, pero que fuera el otro el que eligiera qué exactamente.

A lo mejor fue el momento, lo embriagada de endorfinas que estaba, que habría conseguido que hiciera lo que quisiera sólo con mirarme como lo hacía o que el sonido de las agujas en la sala de al lado hacía que entrara en éxtasis; pero tardé menos de un minuto en acercarme al mostrador para que me enseñaran las opciones más baratas.

Él acabó con el yin y el yan tatuado en el cuello y yo con la silueta de un elefante en el tobillo. Aún a día de hoy, cuando la gente me pregunta que por qué me hice ese tatuaje, no sé qué responder. Porque sí. Porque el momento lo pedía. Porque era ahora o nunca. Porque él lo propuso.

No volví a saber nada de él. Supongo que es mejor así. Lo que pasó se quedó en Bali, en un par de días de locura e improvisación. En un desconocido que hizo que olvidara quién era y que dejó una marca imborrable en mí.

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