Aquel día fue mi turno de sentarme en el asiento del copiloto. Nuestro guía y conductor elegía cada vez a uno de nosotros para darle conversación, así nos conocía mejor y se entretenía conduciendo a través del enorme desierto. En momentos así hay que dejar la timidez a un lado, o intentarlo, y lanzarse al vacío.
Podría decirse que aquél fue el verdadero inicio de ese viaje para mí, era la primera vez que entablaba una conversación de más de diez minutos con alguien de aquél autobús y desde entonces me integré de verdad en el grupo. Es difícil formar parte de algo cuando el idioma que la gran mayoría habla no es tu lengua materna.
Cuando te ves en una situación como esa tiendes a tener la sensación de que resultará una conversación incómoda, forzada; pero no fue así. A lo mejor es que llevaba mucho tiempo sin hablar de verdad con alguien, que era fácil comunicarse con el conductor o que aquel día estaba inspirada. Empezamos por lo básico, le conté de dónde era, él hizo bromas sobre el poco español que conocía y que había intentado aprender varias veces pero que no era constante. Hablamos de libros, de tatuajes, del desierto, de por qué estaba allí, de música...
A menudo no recuerdo la primera impresión de una persona, sino la primera conversación real con la misma. ¿Sólo me pasa a mí? No sé cuándo te vi por primera vez, ni dónde, ni por qué; pero recuerdo que hablamos de todos los sitios a los que queríamos viajar, recuerdo tu pasión por la música, o lo que me gustó tu forma de reírte de ti misma.
Con él me pasó lo mismo. Recuerdo verle por primera vez, pero no fue hasta aquella conversación que no le vi de verdad. Recuerdo pensar que era la persona más australiana que había visto nunca. Era rubio, llevaba rastas, estaba lleno de tatuajes, apenas usaba zapatos y no llevaba abrigo pese a que era invierno. Le gustaba hacer surf, pero le daba miedo el mar. Su casa era una furgoneta que había reformado él mismo, pero su vida era viajar.
Me preguntó expresiones españolas, necesarias para la supervivencia en Madrid. Le conté mi experiencia en Australia, que la forma de vida era diferente a la que recordaba de mi país natal. Me recomendó un par de libros. Le narré mi experiencia haciendo submarinismo, dejando claro que no era tan claustrofóbico como se lo imaginaba. Me dijo que planeaba viajar a Asia en un futuro próximo y que tenía muchas ganas de visitar España.
Cuando empezó a anochecer, uno de los atardeceres más impresionantes que recuerdo, las dos chicas sentadas en la primera fila de asientos del autobús se unieron a la conversación. Apenas recuerdo de qué hablamos, pero nunca se me olvidará lo que me costaba adaptar mi oído a escuchar el acento irlandés cerrado de ellas y el australiano de él juntos en unas misma conversación. Acabamos jugando a las preguntas. ¿Preferirías poder volar o teletransportarte? ¿Perder una mano o un pie? ¿Ser atacado por un tiburón o un cocodrilo? ¿Quedarte ciego o sordo?
Para cuando llegamos a nuestro destino final yo había pasado de ser la chica callada del autobús a ser la devora libros medio loca a la que le gustan los cocodrilos y los tiburones.
De aquél viaje me quedo con esa sensación de pequeñez al estar rodeada por la inmensidad del desierto, con las locuras que hice porque dejé de reprimirme y con el grupo de gente que había en ese autobús. Cada uno de una punta del mundo, con pocas posibilidades de volver a vernos en la vida. Pero eso daba igual. Queríamos vivir el momento. Sin preocuparnos de nada más.
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Viajar con Alma
Non-FictionPequeños relatos de cómo alguien conoció mundo mientras conocía gente y se reconocía a sí misma.