Conocí a una chica una vez. De esas que acaban los días despeinadas y con una sonrisa, de las que andan más descalzas que calzadas, de las que con una sola mirada ya te dejan ver que van a cambiarte la vida.
Nunca supe de dónde era, pero tenía un acento único que le daba una melodía hipnotizante a su voz. Era descarada, de las que no se callan nada y van directas al grano. De las que te besan sin preámbulos y se ríen si las rechazas.
Le gustaba sacar la mano por la ventanilla del coche, bailar bajo la lluvia, comerse las tostadas solas y correr cuesta abajo. ¿Sabes ese tipo de personas a las que podrías estar horas escuchando, sin decir nada, porque te fascina todo lo que dicen? Así era ella.
Yo le gustaba.
Nos topamos por casualidad. Yo hacía autoestop y ella me recogió. Tenía el coche hecho un asco, según comentaba llevaba una tienda de campaña en el maletero pero los días de tormenta prefería dormir en el coche, así era su vehículo y su refugio a partes iguales. Estaba recorriéndose el país por carretera por su cuenta, en parte porque le gustaba viajar sin ataduras.
Ella me llamaba Trenzas, más porque nunca recordaba mi nombre que porque yo llevara el pelo recogido cuando nos conocimos. Le gustaba que yo eligiera la música y siempre que me sumía en mis pensamientos comentaba la expresión perdida que ponía. No me dejaba conducir, decía que la relajaba estar al volante, pero a las pocas horas de estar con ella en el coche decidió que viajaría conmigo. Porque yo le gustaba y le parecía interesante.
Por su manera de hablarme estaba tan fascinada por mí como yo por ella, aunque siempre he pensado que yo sólo fui alguien que le amenizó el viaje. Para mí fue mucho más.
Cruzamos praderas, zigzagueamos por montañas, gritamos desde acantilados, nos bañamos en las aguas heladas de un lago, dormimos en la tienda de campaña, nos besamos en el coche, se nos pinchó una rueda, recogimos a una pareja en mitad de la nada, contemplamos la cantidad de estrellas que había en el cielo. Hablamos. Hablamos de todo y de nada, el tema de conversación era indiferente. Ella siempre tenía algo interesante que decir y yo siempre estaba dispuesta a escuchar.
Nos despedimos en el punto más al Sur de la isla, pues ella daba la vuelta y yo debía coger un avión. Me dejó en un hostal cualquiera de un pueblo cualquiera, recomendándome una cafetería en la que hacían unas tortitas increíbles. Se despidió con una amplia sonrisa y un "nos vemos en la próxima aventura".
A veces, cuando cierro los ojos, puedo ver su silueta recortada contra la cordillera nevada. Puedo oír su risa amortiguada por el ruido de una catarata. Puedo sentir su calor junto a mí, su aliento en mi oreja o sus labios en los míos.
La recuerdo en los días lluviosos, cuando el olor a humedad y a tormenta lo invade todo. La recuerdo cuando me sitúo en el asiento del copiloto. La recuerdo cuando me trenzo el pelo.
Suelo perderme en la fantasía de volver a salir de aventura y encontrármela porque sí. Porque ese era el trato.
Olía a verde, a desenfreno y a impulsividad. Sabía a libertad. Estar con ella no era como planear, era como volar. Con el esfuerzo de tener que batir las alas para alcanzarla y la sensación de caída libre cuando lo hacías.
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Viajar con Alma
Non-FictionPequeños relatos de cómo alguien conoció mundo mientras conocía gente y se reconocía a sí misma.